domingo, 28 de septiembre de 2008

Laura Alcoba

En la última Feria del Libro ingresó en las grandes ligas literarias esta chica, casi cuarentona, que vive en Francia y cuyo mayor mérito para la repercusión es ser hija de dos montoneros: su padre cayó preso, y ella y su madre vivían en la famosa casa de La Plata donde, según la historia oficial montonera, funcionaba una imprenta de esa organización en la que se imprimía la revista “Evita montonera”.
La casa sufrió un ataque de las fuerzas del Estado, tan violento como célebre, y ahora es un “espacio de la memoria”. En esa ocasión fue muerta, entre otros, Diana Teruggi, cuya hija de meses fue apropiada y su identidad, adulterada.
Alcoba escribió una novela sobre el tema en la que la protagonista es ella niña viviendo en esa casa, en una especie de comunidad, con su madre, oculta, sin salir a la calle, y con otros guerrilleros que sí estaban “visibles”, llevando adelante un criadero de conejos como pantalla para sus actividades.
La novela fue escrita en francés y no fue traducida por la autora. En castellano se iba a llamar “El embute”, pero parece que la editorial prefirió un título menos montonero, y, como en inglés, se llama “La casa de los conejos”.
En una entrevista de las tantas que dio, que parecen todas la misma, cuenta que incluso los niños (ella tenía 7 años) participaban de la operatoria, embalando las revistas. Eso me hizo recordar al chimentero Camilo García, cuya madre militaba en el ERP, cuando decía que durante su niñez había ametralladoras y fusiles en los armarios de su casa.
En la mirada de Alcoba, como en casi todas las demás, no se ve una objeción a la lucha armada, ni mucho menos a la ingenuidad, a la omnipotencia o al absoluto descuelgue de la realidad que tenían quienes pensaban que eran compatibles la maternidad y el ejercicio de la violencia. Sólo la recuerdo en boca de la esposa de Oesterheld, cuyas cuatro hijas también fueron capturadas por las fuerzas del Estado.
En este sentido, la autora dice que eligió narrar desde ella niña para no caer en el cuestionamiento a la generación de los padres por respeto a ellos y a los muertos. (A los muertos guerrilleros, que son los únicos que merecen el recuerdo incesante y masivo). Análogamente, no solo la narradora es una niña: todos somos tratados como niños a los que nos cuentan todo el tiempo el mismo cuento, fosilizado e incuestionable, más o menos terrible y trágico, en desgarrada primera persona o en épica tercera persona.
Es revelador este pasaje de la entrevista: la niña inventa crucigramas y “aparece una falta de ortografía. Ella impone la palabra azar con zeta, que es lo que le permite escapar a la trampa de la muerte anunciada”, dice Alcoba. ¿Perdón? ¿Anunciada? ¿Cómo debemos tomar eso? ¿Como un fallido?, ¿como una confesión? El respetuoso periodista no repregunta.
Seguramente, lidiar con la culpa por haber zafado o la necesidad de autoconvencerse de su heroicidad o de justificar su insensatez hacen, aún hoy, que sea improbable hallar una mirada crítica en boca de los sobrevivientes. De esta manera, afirman que “se mató a lo mejor de una generación”, lo que, por consiguiente, los deja fuera de esa crema solo por no haber muerto.
En ese relato de que algo groso se estaba gestando, de lo cual ellos formaban parte (excepción hecha de Pérsico –que sí asume haber estado en el atentado contra Klein–, Hebe y unos pocos más), nadie usaba armas: eran cuasi asistentes sociales, o proto periodistas, tal el hermano del ex futbolista y actual secretario de Deportes, Morresi, que también cayó repartiendo esa revista, o personas que “resistían”. Así, me pregunto quién ponía las bombas, quién mataba gente, quién trataba de copar cuarteles, porque eran todos imprenteros, canillitas, alfabetizadores o madres que pretendían hacer la revolución con un chupete en una mano y un pañal en la otra.
Por cierto, se ha hablado mucho de los años 70, pero nunca me quedó claro por qué las guerrilleras se preñaban masivamente. Tanto niño apropiado, producto de tanta guerrillera embarazada, no parece ser casualidad… Pero de eso nadie se hace cargo; parece algo natural, y no lo es, amigos. No lo es.

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