domingo, 17 de mayo de 2009

Psicólogos (II) * ¿No alcanzaba o no era lo que necesitaba?

Alguna vez me peguntaba, más bien retóricamente, si con 20 minutos por semana de psicólogo en el hospital público (me) alcanzaba. A mí me parecía que no, pero, bueno, tal vez la visión del quía, profesional, le permitía tomar una distancia de mi angustia y mi realidad que yo no podía tomar, y ver así que no necesitaba más que eso.
(Algo interesante con respecto a ese lugar es que cada uno de los cuatro profesionales que me entrevistaron se interesó en una cosa distinta de lo que dije cuando me preguntaban por qué había ido ahí. Eso estuvo bueno ya que permitió poner en perspectiva lo que pudiera decir cada uno de ellos, el que me atendió más tiempo o cualquiera de los otros).
A la misma hora que yo, iba una mina, paraguaya, cuya conversación con el psicólogo que la atendía traspasaba las débiles mamparas que separan los cubículos. Así, una vez escuché que el chabón pasó a atenderla dos veces por semana porque lo consideró conveniente. De todas formas, nada asegura que más de 20 minutos por semana pudieran brindarme contención o lo que fuera que necesitaba.
Acá surge la pregunta: ¿qué buscaba yo? Y otras más: ¿qué se puede encontrar allí?, ¿cómo funciona?, ¿cuál es su lógica? Se supone que es el chabón quien tiene que darse cuenta de qué necesito en ese ámbito. Y se supone que uno tiene que hablar, pero todo se maneja con sobreentendidos. Onda que necesitaría un manual de instrucciones para su uso correcto y provechoso…
Yo sólo podría intentar responder la primera: manejar el ruido, lo más explosivo y notorio cuando fui (que, en cuanto a perder el control del propio tiempo, fue una nada comparado con lo que vino después). O tener una mirada otra, que ayudara a cambiar esa perspectiva repetida de la frente contra la pared, y tratar de evitar que la circularidad de mi cotidianidad me secara la lengua y, por ende, la cabeza. O simplemente quedar en paz con mi conciencia y con la mirada ajena al haberlo intentado.
El chabón me dijo un día que en el hospital los tratamientos duraban cuatro meses y que ese lapso había pasado, y decidió que las entrevistas fuesen quincenales. Nunca antes me había hablado de eso, ni me lo habían dicho los otros tres profesionales que me entrevistaron, ni la secretaria… Pudo haberlo hecho, por ejemplo, cuando hablé de que –hace muuuuucho– había tenido ataques de pánico y de que trataba de no acordarme de eso. Pero sólo sugirió charlarlo más adelante, sin forzar la cosa.
Un mes más tarde internaron a un familiar directo mío, y nos vimos dos o tres semanas seguidas. La última vez, el clon de Emmanuel Horvilleur me dijo: “Te espero el miércoles a las 10.30”. Fui, no estaba. No me había avisado por teléfono, como solía hacerlo cuando suspendía la sesión.
Nunca más llamó.
La semana siguiente me enfermé, y, cuando me recuperé, no lo llamé. No sé si correspondía o si afectaba la distancia óptima entre el paciente y el terapeuta…
Quizá haya sido, simplemente, su forma de dar por concluido el tratamiento, como cuando saltaba de la silla y decía “lo dejamos acá” para terminar la sesión, y lo que quedaba interruptus nunca se retomaba. Yo no estaba seguro de si se acordaba o no, porque unas veces me preguntaba cosas que ya le había dicho en varios encuentros, y otras recordaba algo sólo mencionado una vez y de refilón.
Quizá esa discontinuidad sea lo habitual en esto.
Una vez me preguntó: “¿Creés que te puedo ayudar?”. Y no supe muy bien qué decirle: apenas un “sin fórceps”, “que fluya”. Y otra mañana dijo: “Tenés que ayudarme a pensarlo”. Pero ¿qué tiene que fluir?, ¿qué hay que pensar? ¿Qué quiere decir eso?
Como sea, no me parece que me haya ayudado mucho. No me parece que me haya ayudado. No creo que ayude que el chabón lea SMS mientras yo hablo, o que los mande de queruza, sin blanquear que tiene que mandar un mensaje. O que se ría y desestime el tema cuando le planteo que la proximidad de la muerte en gente cercana me hace pensar en cómo será mi propia muerte, o lo previo a ella.
Ni contribuía esa dinámica que se había creado, en la que cada uno ocupaba su rol, para usar esa palabra tan propia de su profesión, y que parecía haberse cristalizado. Y menos propicia aún era esa teatralidad del orden de lo prostibulario que se ejercitaba cada vez: el saludo, sentarme en la silla aún caliente donde se había sentado el paciente anterior (bueno, eso cuando no había que buscar un cubículo libre); a veces, el “esperame, que voy al baño”; esos silencios que ponían en mí las blancas y creaban un hielo más difícil de romper que el de los prostíbulos, donde uno, como aquí, es una pieza de una línea de producción fordista arrojada a la intimidad sin pasos previos. (Si ves que no arranco, arranca vos, boludo, porque “los silencios son clásicos” debido a que no sé quién empieza a hablar ni de qué…).
Y no creo que ayude la desigualdad; desigualdad que, por ejemplo, lleva a no compartir la idea de mí que se formó, que impide lograr esa referencia. No es lo que necesito: no vine sólo a hablar, quiero escuchar también. Ni la desigualdad, ni ser cliente/paciente, ni pasar por la vida de la gente fugazmente. En todo caso, para desigualdad prefiero una puta que me blackisee de lo lindo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hoy fui a la psi. Me trato con ella hace muchos años,creo k como 8 ya. No seguidos todos, no(x rachas, x rafagas, x diferentes mierdas k siempre terminan apuntando a lo mismo).Cada tanto le digo k siento k tengo para armar un gran rompecabezas, hoy señale una pieza y encajaba en un lugar, sali flipando, ostentosa de mi(nuestro) logro. Pero kede cansada y mareada(una vuelta a mi mundo k me fatiga y m duele)tambien, despues k salgo de sesion me kedan 40 minutos mas o menos para entrar al trabajo (no podria entrar abruptamente de un mundo a otro)Se k viene ahora el trabajo d discernir, d separar el material k he logrado concebir, aceparlo como mio(esto m cuesta mucho)Instintivamente kisiera ser perfecta, no serlo, darme cuenta k nunca va a ser es como una patada al estomago.

Anónimo dijo...
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