jueves, 14 de enero de 2010

“El amante de Bárbara La Mar”

Al iluminarse en la tiniebla la pantalla de un cine de barrio, el piano asmático y sin recursos carraspea un vals del que ya solo los viejos se acuerdan. Clavado en su butaca por una ingénita pereza, el cansancio de Máximo Pérez abre su alforja como un bostezo para guardar la provisión de sueño, lubrificante espiritual que lo arrastra hacia el suicidio del olvido.
Cuatro linternas rojas, como cuatro manchas de sangre, cuelgan en las sombras protectoras de ingenuidades, respirando débilmente.
Por primera vez, los ojos de Máximo Pérez, extenuados de filmar monotonías en las horas tristes como una agencia de colocación, fijan su media luz en la tela habitada del cinematógrafo.
Bárbara La Mar le sonríe desde el silencio, y la mirada del pobre Máximo Pérez se empaña de agradecimiento.
En un instante se torna creyente. No hay duda, es a él, anónima unidad inadvertida en la sala, a quien Bárbara La Mar ampara con el ademán sereno de sus ojos tan negros como la fatalidad que la llevó de la mano hasta la muerte.
Nunca nadie lo ha mirado así.
Se hace la claridad y el telón blanco como un sudario amortaja la sonrisa de la actriz ausente.
Y entonces Máximo Pérez se extravía en las calles de la noche, apretando un pedazo de sol en el exhausto bolsillo de su alma.

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La noche siguiente Bárbara La Mar le dio cita en otro cine. Y él acudió con el apresurado temor de llegar tarde.
Ahora está allí, en un número de la platea, impaciente por comenzar a vivir su extraño idilio. La cuerda de la nerviosidad lo levanta como a un muñeco de la butaca y lo obliga a girar la cabeza en dirección al foco del operador.
¡Cuánto demoran en apagar las luces!…
Ella estará esperando la oscuridad, detrás del telón blanco como un sudario. Y el miedo de que descubran el secreto que lo llevó a la esquina en sombras de la sección de cine enciende su cara pálida de fracasos.
Bárbara La Mar le arroja desde la pantalla la caridad de una sonrisa, y él cierra los ojos y la oculta fervorosamente en su corazón.
Pero en ese instante le tironea una protesta airada, y vuelve el rostro al sentir dos golpecitos en el hombro.
-Señor… el sombrero… ¿Quiere hacerme el favor?… No alcanzo a ver…
-Es cierto –tartamudea-, es cierto… No me había dado cuenta…
Se quita el sombrero y, amparando su azoramiento en la mirada de Bárbara La Mar, hilvana malhumorado y contento: “¡Torpe!… ¡Cómo si pudiera sonreírle a él!…”.

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Bárbara La Mar rompió la soga de aburrimiento que estrangulaba su vida. Ya tiene la tabla de salvación que necesita el náufrago; ya tiene el trozo de sol para secar su alma mordida de humedad.
Sin embargo, Máximo Pérez sabe que Bárbara La Mar es una estampa.
Recién esa noche, después de haber recorrido inútilmente todos los cinematógrafos, cuando el cansancio retornó a su alma como un sobre, caminó por los muelles como un perro vagabundo, meditando en la tragedia de un amor irreal, de un amor sin consuelo.
Bárbara La Mar, que está en la pantalla, huyó al silencio definitivamente. Y él, pobre diablo en estado de suicidio, alimentó la locura de un amor muerto.
Su vida, anónima y triste como la del emigrado de un cariño, ya no tiene remedio. El frío de su pieza de hotel que lo vio llorar, el frío de las sábanas que se emocionaron con sus lágrimas, se filtró en su cuerpo y en su espíritu.
Nunca nadie le dijo una palabra cordial. Necesitó crearse un dolor para vivir, y ahora lo asesinaba el dolor de sentirse desahuciado de la esperanza. Había maniatado su alma y se entregaba a la fatalidad con su resistencia despedazada por una fuerza extraña.

–––––––––

Máximo Pérez pasea a lo largo del muelle y sus ojos se clavan en las luces de las boyas que parpadean en la espalda del Riachuelo como las cuatro manchas rojas de las linternas colgadas en las sombras de la sección de cine.
Se ha detenido en el descanso de una vista y escucha dar las doce en el reloj de su corazón.
Bárbara La Mar resucita enfocada en un rayo de luna, y entonces Máximo Pérez sumerge su vida aburrida en las aguas turbias del Riachuelo.

(“El amante de Bárbara La Mar” * Enrique González Tuñón)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Se podría imaginar una tipología de los placeres de lectura - o de los lectores del placer(...). El fetichista acordaría con el texto cortado, con la parcelación de las citas, de las fórmulas, de los estereotipos, con el placer de las palabras. El obsesivo obtendría la voluptuosidad de la letra, de los lenguajes segundos, excéntricos, de los metalenguajes (...). El paranoico consumiría o produciría textos sofisticados, historias desarrolladas como razonamientos, construcciones propuestas como juegos, como exigencias secretas. En cuenta al histérico (tan contrario al obsesivo), sería aquel que toma al texto por moneda constante y sonante, que entra en la comedia sin fondo, sin verdad, del lenguaje, aquel que no es el sujeto de ninguna mirada crítica y se arroja a tráves del texto (que es una cosa totalmente distinta a proyectarse en él).