miércoles, 17 de marzo de 2010

Carne fría

No sé cómo se activa el circuito que enciende la carne. Supongo que lo realimenta la reciprocidad, la continuidad de la reciprocidad. Tampoco sé cómo surge esa correspondencia ni si tratar de descubrirlo es como buscar dónde empieza una cinta de Moebius. Y, antes de la reciprocidad, habrá desde una predisposición física hasta la influencia inexorable del entorno donde creciste, de lo que viste, de lo que no viste. Y de lo que te fue pasando fuera de ese lugar.
Criarse en un ámbito donde ya no el garche –dejado de lado un par de años después de mi nacimiento–, sino una demostración de afecto entre mis padres, era una rareza que no recuerdo; donde pesaba tanto la ideología (en este mismo momento, en el living donde escribo hay al menos cuatro vírgenes en distintos estantes); en un lugar que disparaba tantos rollos con el cuerpo que en mi niñez iba a la playa con remera porque me daba vergüenza ponerme en cueros; transitar el resultado de una infancia sitiada, una adolescencia donde los demás eran inaccesibles, conformó, sin dudas, un sustrato para nada favorable.
Después, inerme y desconocedor del lenguaje, las cosas siempre fueron arduas. Pocas veces se presentaron de modo que simplemente salieran, que uno se descubriera dentro de la película, sabiendo y pudiendo protagonizarla, y no en la butaca o chocando contra la pantalla. Y nunca se consolidaron.
Eso y la lógica imperante a mi alrededor inevitablemente favorecieron la comodidad de la renuncia, la creación de sucedáneos y el abandono en la inercia, estado tan alentado por mi entorno, atascado él mismo en una inmovilidad circular. Aunque en un punto se te alinean las neuronas y las fuerzas: no podés no verte incompleto, si no enfermo, y te determinás a construir algo mejor como sea, a no dejar que te roben ese placer y la carga simbólica que conlleva.
Hubo que intentar esa construcción a partir del calor creado por la cabeza. Es ella la que activa la cosa, la que impele. Y una interferencia en la señal jode todo porque la otra parte falta. Y porque la cabeza es inseparable del cuerpo.
Será por el cansancio, el Rivotril, la pérdida de la confianza, el campo gravitacional de mi cotidianidad, la falta de pastillas que funcionan como seguro, pero últimamente la cabeza casi no manda señal. O porque uno quiere coger también para que los hechos te hagan sentir parecido al que querés ser, y la frustración alimenta a la parálisis al descubrirte lejos de esa imagen, al ver la distancia enorme que hay entre lo que quiere la cabeza y lo que responde el cuerpo, o lo que te da la realidad. Y terminás pensando si no tenés el cuerpo o la cabeza equivocados…
O por aquella decisión de no exponerme al histeriqueo, al jueguito interminable, o al examen fatal, los cuales se desarticulan con el mero trámite de llamar a un gato. (A un gato barato porque la guita está justa y no da gastar dos rocas en algo que es probable que falle; y el servicio acorde a ese pago termina ayudando a que salga mal). Tal vez ese espacio se haya agotado. Tal vez perdí el timming, o me pesa el recuerdo del mundo que hay más allá, o cambió el mercado y por más foro que busques no encontrás pendejas como Majoh, Cynthia o Mónica antes de que se transformen en fantasmas desnudos y automáticos.
(Y me cago en los prejuicios al respecto. Sé por qué voy; sé que ahí somos intercambiables, y que pese a esa intercambiabilidad es posible la empatía profesional; sé que esa decisión, como todas, tiene un lado bueno –¡cuando las cosas salen bien!– y uno malo. Y sé que con las putas que frecuento siempre subyace el dolor).
Fuera de ese ámbito, la antena de mis ojos no capta un mensaje claro. El lenguaje sigue siendo ajeno. Casi indescifrable. Salvo para leer el rechazo, siempre tan evidente e inteligible.
Encima, no tengo la habilidad del vecino, que se garcha a su actual mujer y dice el nombre de la anterior, según escucho que ella le reprocha al día siguiente (no mientras se la empoma, ja). Yo no me engaño ni cerrando los ojos… Será que necesito todos los sentidos, y se me hace irremontable cuando uno de ellos decodifca un leve gesto como lejano, como impropio; y el desaliento me da ganas de irme, y me voy aun sin irme. Será que necesito mucho contexto, que si no me pierdo y termino hablando de una cuando estoy con otra, pero sin confundírmelas.
Si mi cabeza no calienta a mi carne, esta se muere. No sale del frío. No puede pasar del estado en que genera un calor que se escapa al no encontrar reciprocidad, que ni siquiera puede ser un calor pleno porque prevé la falta de reciprocidad.
Y ahora no calienta. La voluntad de ir, y hoy vamos, y buscamos, y tratamos, no está. (Ni la voluntad de la paja queda, casi. Y es una alegría extraña despertarse al palo y llegar al baño a mear con la pija dura). No encuentro espíritu ni energía para encarar eso que siempre fue un laburo, también de mi parte. No quiero trabajar más. (No quiero ni trabajar ni estudiar: no quiero ni obligaciones ni exámenes. Nunca más. En ningún lado).
Lo pesado que se hace intentarlo me lleva a pensar si no estoy zarpado de frío, si no estoy muerto. Entonces, sin dejar pasar mucho más tiempo, que es escaso e irrecuperable, y sin desoír la falta de señal –para no ir al muere obligado por mí mismo–, deberé tener la voluntad de construir esa voluntad, que ni siquiera es garantía de que salga bien, sólo de que lo intento. Y seguir esperando que deje de ser una construcción, que no sean necesarios tantos planes ni tantos planos.
Hasta que eso pase, hasta que lo logre, esto sólo va a ser chamuyo barato, exposición blogger sin sentido.

4 comentarios:

Musidora dijo...

Todo el invierno ha sido culpa mía

O. dijo...

No. No es culpa mía.
De esto no me hago cargo, más de cuanto toca a mi torpeza pra romperlo.
Para no romperme tratando de romperlo.

O. subsanando errata dijo...

No. No es culpa mía.
De esto no me hago cargo, más que de cuanto toca a mi torpeza para romperlo.
Para no romperme tratando de romperlo.

Musidora dijo...

Mía.

http://www.youtube.com/watch?v=owgFRsb3klM