jueves, 29 de julio de 2010

Matrimonio

Entre el fárrago incontenible de opinión que acontece ante eventos como estos (y que se diluye de inmediato), más agobiante aun cuando la usina mediática oficialista los fogonea incesantemente, se me aparecieron dos espectros de ideas.
Uno tiene que ver con el enorme capital simbólico acumulado por la minoría homosexual en los últimos lustros. La reivindicación del matrimonio igualitario o matrimonio gay no lleva mucho tiempo: no se trata de una tema que esté dando vueltas y permeando los poros de la sociedad por décadas, como pueden serlo otras cuestiones tan polémicas y polarizadoras, verbigracia, la despenalización del aborto o la del consumo de ciertas sustancias. De hecho, la primera ley de esta índole se sancionó en Holanda en 2001.
Recuerdo una marcha por la marihuana libre allá por el año 83 u 84. Y por más que la Corte Suprema haya dicho lo que dijo, y por más que digan que el furgón del Sarmiento es zona liberada, te pueden agarrar ahí, y te podés comer no solo una causa, sino una condena.
Recuerdo que fue en el 85 cuando murió la amiga de Diana por un aborto mal hecho. Y no era una mina de clase baja, no se metió perejil o una aguja de tejer en la concha. Salió mal, septicemia, y adiós-pendeja.
Décadas pasaron, y no se consiguió lo que los GLBTT lograron, no sin lucha, pero tanto más rápido. Me alegra por ellos. Y me genera un poco de envida, también. Y me impresiona la suerte, la habilidad o lo que haya sido que les permitió acceder en tan poco tiempo a un logro de estas dimensiones mientras los otros temas siguen cajoneados o no encuentran la voluntad política ni el respaldo de un gobierno como este, ni el de ninguno de los anteriores…
Más allá de lo atendible del reclamo, que sin duda hace lo suyo a la hora de lograr una masa crítica de apoyo, también ayuda la oportunidad política, en la que el oficialismo busca cultivar esa imagen cuasi fundacional que tanto le atrae y, de paso, hacerse los guachos rebeldes tocándoles el culo a la iglesia y a quienes se alinean con ella y sus intereses. Porque no me imagino a Pichetto, a Aníbal o a Néstor apoyando algo sólo por las ideas y los valores, y prescindiendo del rédito político que pudieran sacar.
Y esto aun cuando no creo que se pueda decir que la sociedad argentina (porteña, para acotarse aun más, para hablar del territorio progre) sea especialmente tolerante. No pese al machacón mensaje que lleva a Zlotogwiazda a presentar a un entrevistado puto que “nos va a explicar por qué hay que apoyar esta ley”. No nos va a presentar sus motivos, sus argumentos, sus ideas que lo llevan a apoyar la ley, sino que nos va a esclarecer acerca de por qué hay que apoyarla.
La ilusión de la tolerancia (y esa palabra y esa idea no son las menos criticables) se choca con la visibilización de unos seres que hablan de dios y de la biblia todo el tiempo y de cuya existencia apenas si tenemos una vaga idea. Cuando pensamos en gente así, nos surge la imagen estereotípica de la clase media o media alta chupacirios que manda a sus hijos al colegio religioso, por ejemplo. Sin embargo, también existen, y me gustó tanto que se hicieran visibles, las clases media baja y baja evangélica con su discurso semianalfabeto fundamentalista, títeres de grupos que operan en silencio, o en consentida sordina, como los pastores brasileños de las madrugadas televisivas, que sin pruritos cobran diezmo a sus fieles.
No es la visibilización festiva y, por ende, difícil de criticar sin profundizar que sucede cuando viene Luis Palau y cortan la 9 de Julio, por ejemplo. Es la visibilización de su discurso retrógrado, puesto en evidencia aunque sea por un rato. Aunque no mengüe ni un poquito de su poder, aunque el estereotipo católico siga saltando primero en la mayoría de las cabezas.
La otra cuestión tiene que ver con la idea hegemónica de la familia como pilar de la sociedad y toda la parafernalia discursiva que esgrimían los opositores a la ley… ¡y también los que la apoyaban!
La idea de matrimonio y de familia tiene un símbolo: el dibujo que la criatura hace de su familia, de sus papás, sus hermanos –si los tiene–, sus mascotas… Quienes abogan por esta forma de igualdad quieren eso, ese dibujo; que sus hijos (porque también ellos quieren tener hijos) dibujen –casi– lo mismo: la misma cantidad de integrantes, los mismos roles, las mismas jerarquías. Solo cambiará que en vez de papá y mamá serán mamá y mamá o papá y papá, triste revelación del conservadurismo que subyace en su reivindicación.
No les interesa despegarse de esa imagen. Más bien, la anhelan, y con ella, la fiesta de casamiento, el arroz, el intercambio de alianzas y cada uno de los rituales propios de un modelo hegemónico a cuya reproducción y validación desean contribuir fervientemente. Mirando apenas un poco más, se descubre que la idea de familia y las relaciones que implica no subyace: yace sin sub, es una idea rectora.
Pretender vender como un gran cambio esta legitimación mientras se dejan afuera otras formas de relacionarse, cuya existencia se omite, me parece otro ejercicio de conservadurismo. Uno muy grande y muy oculto. Algún vestido de naranja habrá dicho para justificar su oposición “¿por qué no casamientos de tres?”. ¡Eso pregunto yo! Pregunto dónde quedan esas formas de parentesco irregulares, no reconocidas, sin capital simbólico, que se multiplican sin poder constituirse como identidad, pero al mismo tiempo cada vez más frecuentemente.
Más bien, y detrás del derecho de amar y toda la perorata, veo al Estado. La obra social, la pensión, la herencia, la compañía en terapia intensiva, la adopción como pareja y no como individuo son todas cosas muy plausibles, pero también son cosas que se inscriben dentro del Estado y de lo que este autoriza. Y veo una adaptación de (o “a”) ese formato, una profunda voluntad de constituir una institución a imagen y semejanza de la otra. Con la bandera arco iris, sí, pero una familia, ni más ni menos.
No da oponerse, no da compartir un lugar de la polarización maniquea con cierta gente, aunque hayamos llegado por caminos bien diferentes. Ni siquiera da chicanear con que hay otros grupos excluidos o marginados y otros temas más prioritarios. Por alguno hay que empezar. Pero ver que a fin de cuentas esta ley también reivindica la estructura de la familia tradicional, deprime bastante. Y aleja.
Una última cosa surge días después. La militante comunidad GLTTB (siempre me confundo el orden de las letras, y si ese orden es invariable podría denotar una prevalencia de unxs en desmedro de otrxs, y, entonces, por qué no, una forma de discriminación), exultante con su logro, promete ir por más: por la ley de género y por la despenalización del aborto.
Antes de que se me ocurra apostar conmigo mismx cuál de esas dos leyes se va a tratar primero, la presidente (mujer sin conciencia de género) vuelve a manifestarse públicamente en contra de despenalizar el aborto. Al día siguiente, el ministro de Salud va, obviamente, tras sus palabras, y entonces queda claro que nadie me tomaría una apuesta al respecto.
En este caso, no se puede hablar del amor y de la ilusión de felicidad duradera que conlleva cada matrimonio. Hay que hablar de coger. Porque en el matrimonio uno coge, y coge avalado aun por los más puritanos, pero no es el garche lo que uno ve en una fiesta nupcial. Ni es el garche lo que ve cuando ve a lxs hijxs de ese matrimonio.
En cambio, cuando se habla de aborto, lo primero que viene a la mente es coger, y un coger no avalado institucionalmente. Un coger solapado, casi a escondidas, cubierto de culpa. Y también hay que hablar de la muerte, al menos para rebatir a quienes agiten con esa idea.
Nada de eso tiene la buena prensa del amor, la diversidad y los derechos de todas y todos. Nada de eso remite a parejas que son felices y comen perdices, sean del mismo sexo (o género) o no. Entonces, en este gobierno progresista y popular, las mujeres pobres seguirán arriesgando su vida para abortar.

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