lunes, 12 de julio de 2010

When I woke up this morning…

Despertarse recibiendo una bofetada es horrible. Impensable. Y te caga el día. Si encima esa bofetada te la diste vos, estás en el horno más que en la cama.
El mosquito me picó un rato antes, en la frente, sobre una ceja, y me despertó. Y la autobofetada con la que me volví a despertar lo hizo huir de las inmediaciones de mi cara, la única parte de mi cuerpo descubierta una noche de frío.
Además del mal recuerdo, un par de dudas permanecen sobre el hecho. La primera es si andaba rondándome o si lo soñé. La segunda es la razón de la bofetada si es que efectivamente no se debió a un mal sueño. ¿Me quedó en una neurona la picadura anterior y por eso reaccioné así cuando lo oí de nuevo? ¿O el golpe se debió a que sabía de su ubicación por esas minidespertadas inconscientes que agujerean el descanso sin que uno lo note hasta el día siguiente, cuando el cansancio vence, cuando hay que dormir más de lo previsto para vencerlo?
Ahora me despierto después de soñar que viajo en el 172. Pago 1,25 aunque el viaje sea más largo, como si hubiera decidido bajar en General Paz y seguir rumbo a mi destino caminando. Pongo todas las monedas, y la máquina no las lee correctamente. Le pido cancelación al chofer, y la expendedora no me devuelve las monedas que puse. Me devuelve otras, por el monto que leyó, que no es todo lo que puse.
Antes de dormirme de nuevo, me resulta inevitable la fácil interpretación de ese sueño, y me inquieta, y me desalienta, ese mensaje de mi inconsciente.
Menos sencillo de entender en un comienzo, pero más angustiante, es el sueño del que únicamente recuerdo la serpentina negra que me salía, interminable, de la garganta. Como carbonizada, según su color; pero resistente, y casi imposible de agarrar para jalar con fuerza. Tiraba y tiraba, y cuando parecía que me había arrancado todo, nuevamente resurgían unos vestigios, unos pelitos deshilachados, desde más atrás del comienzo de la lengua, imposibles de tironear…
Después también le encuentro un sentido. Y es otra garcha.
Cualquier mañana me despierto levemente, tal vez después de uno de esos sueños largos, como un interminable plano secuencia, que tengo a veces… Me doy vuelta para dormir sobre mi lado izquierdo y me pongo la mano izquierda cerca de la coronilla, acomodándome en mi posición favorita. Esta vez es una misma cosa tocarme la cabeza y estremecerme casi hasta el grito inarticulado de cuando la voz no se activa porque estás dormido. Sentí como si hubiera tocado algo blando, como si me faltara el cráneo y hubiera llegado a tocar algo interno, a percibir su forma y su textura.
Semidormido, añoro una mano afín y generosa que me toque cuando lo necesito, como lo necesito, alguna de las veces que lo necesito. Más que un pensamiento, fue, me parece, una descarga neuroquímica, la que producen su ausencia y la comprobación de su ausencia.
Aun más cotidiano y agotador es despertarse, leve o definitivamente, con los aullidos del pendejo de mierda pelotudo mental del piso XX, pataleando y gritando una vez más que “quiero ganar” y que “necesito ganar” cuando pasa horas y horas con los jueguitos del orto esos. O con el ringtone del celular de la vecina, o con los sonidos que produce su mucama, un émulo del superagente 86 o una enferma de Parkinson. O con los ladridos de ese perro infernal que, a lo lejos, ocho menos cinco de la mañana, ladra a repetición. Esta vez no se entromete en mis sueños, deformándolos. Los ladridos se incrustan en lo negro del sueño, son lo único que hay, hasta que me doy cuenta de que ya no estoy durmiendo. Unos ladridos después, con una conciencia más plena, que llega acompañada por una impotencia erosiva, comprendo por qué.
Me despiertan –o me despierto- y no me puedo volver a dormir. Se rompe la inercia del sueño, se enciende una parte de la cabeza seguramente, y sé que cagué. Lo siento, y es inevitable, por más que me obligue a seguir acostado, intentando reconciliar el sueño. No me levanté y sé que va a ser un día perdido. La fatiga y la somnolencia no me van a abandonar ni un rato, la siesta va a ser casi imposible –y no reparará si se constituye–, y lo único que voy a poder hacer en todo el día será desear que se termine, que llegue la hora de dormir, a ver si mañana sale mejor.
Pero lo más aplastante es saber que todos los días van a ser esencialmente iguales. Aunque haya dormido esa última hora que hace la diferencia entre un día inservible y uno vivible, aunque pueda hacer cincuenta abdominales antes de desayunar, sigo empetrolado. Tengo pegoteada la cotidianeidad, una telaraña adherida, un Poxi-ran estirado; no dos o tres, sino una cortina de hilos de titiritero sobre mí.
El sopor incapacitante se puede disolver con el sueño, pero hay algo con lo que no se acaba durmiendo. La circularidad inconmovible empieza por esta casa, por su peso derrumbado, inmóvil, y desde ahí, desde el camino de mi cama al baño, condiciona, como hace décadas, mi ser. Ese que no pude cambiar, o ser, o construir.
Me desperezo aceptando que no voy a dormirme de nuevo, y es como si se activara una química en la cabeza, en la sangre, que tiene su consecuencia en cada acto, quizá. Y viceversa.
Todo lo que empieza a pasar desde ese momento es intercambiable con lo que pasa cualquier otro día. Podrá ocurrir algo apenas distinto, y enumerar las diferencias sería exponerme muy patéticamente, pero hasta cuando sale el sol, y pega lo suficiente como para sentirlo, se me escapa. Y no va a cambiar su órbita porque yo lo necesite, ni porque me queje o argumente.
Ninguno de los soles que conozco calienta por completo: hay lugares a los que no llegan, que siguen mohosos, húmedos, oscuros, desperdiciados. Y una parte de mí, esencial, profunda, sigue inhabitada. No se sintetiza lo que el sol sintetiza: no hay fotosíntesis (porque no soy una planta), no hay vitamina D, no hay las reacciones orgánicas que producen el sol una tibia tarde de invierno o el calor de unos ojos plenos.
Es injusto decir que no pasa nada cuando algo pasa. Pero no alcanza: en el fondo, al fondo, sigue sin llegar el sol. Y mirá que me saco la remera todas las veces que puedo.

No hay comentarios: