domingo, 31 de octubre de 2010

Boedo queda donde estemos nosotros

Fueron la humedad y el empecinamiento quienes la convirtieron en la última tarde de remera. No el calor. A través del plástico térmico que protege las mesas de la vereda, los parroquianos del bar parecen fotos procesadas. Podría reconocer la tuya fácilmente: por la postura, por el color, por algún movimiento. Pero no está. No estás.
Y sin vos soy el de siempre, el que en la otra vereda, en el otro bar, se afana la moneda de 50 que dejaron como propina. El que se acuerda de cada detalle porque no tiene otras cosas para recordar: la mesera que, ocupada dentro del local, no presta atención a lo que pasa afuera cuando la miro para confirmar que puedo caer en la tentación sin consecuencias; la moneda que no se desliza fácilmente entre los pocillos y me obliga a manotear dos veces para tomarla; el contratiempo que desarma la continuidad del movimiento y dispara la paranoia; el semáforo en rojo, que impide cruzar y fuerza una retirada –a paso normal, para no llamar la atención– por la calzada, y no por la vereda. (Alguien caminando por la avenida, junto a los autos que doblan, no debería pasar inadvertido; pero, aunque me invente paranoias, soy invisible sin los ojos que me ven) .
Parecido al Compumap, que marca en rojo el recorrido de la línea de colectivos que le pedís, yo puedo dibujar de memoria casi cada calle, cada vereda, que caminamos en la Filcar que tengo en la cabeza. No habrá sido casualidad, entonces, que eligiera sin notarlo esas calles para ir a la librería donde compraré “Los Lemmings”. El último que queda, dice la vendedora, mientras rompe el plástico que lo envuelve y me priva de ese placer que recuerdo de la época en que compraba discos a mansalva.
Empiezo a leer el libro cuando llego a casa porque se hizo de noche, y la oscuridad no permite que mi lado ansioso lo vaya hojeando por la calle. Tira como su fama hacía prever, lo compruebo a medida que van pasando las palabras. Hasta que leo esto: “Vamos a darles su merecido a esos boludos para que sepan quién manda en Boedo, dice Máximo. ¿El Parque Rivadavia queda en Boedo?, pregunta el imbécil de Chumpitaz. Boedo queda donde estemos nosotros, dice Máximo. Eso me quebró. Esa frase, esa puta frase, dicha en ese momento de la noche, me puso la piel de gallina y los ojos húmedos”.
Esa frase, esa puta frase, me obligó a releerla para estar seguro de que decía eso. Me hizo leerla una vez más, en voz alta, como leo las cosas que no puedo creer que estoy leyendo, que hayan sido escritas. Me recobré, llegué al final del relato, que estaba cerca, y seguí con el siguiente. Pero de tanto en tanto retrocedía unas páginas y la volvía a leer, como queriendo asegurarme de que estaba ahí y era real.
Esa frase quedó vibrando mientras terminaba la cerveza, cuando llegué a la página 72 y me encontré de nuevo con la portadilla y, entonces, con la mala noticia de que el libro estaba mal impreso y tenía que devolverlo. Me quedó latiendo mientras corría en la plaza, un rato más tarde; mientras quería –necesitaba– que alguien tocara mi torso empapado de sudor cuando trataba de recuperar el aliento tirado en un banco, o después de apagar la luz, mientras lloraba infantilmente en mi cama, haciendo pucheros y sintiendo el calor en la cara, en pleno desborde de angustia.
Si fuese hincha de San Lorenzo, haría una bandera con esa frase. O me la tatuaría en el pecho, algo así… La cosa es que me sería propia, y, más que eso, tendría la certeza de que me es propia. En cambio, en estos armónicos ululantes hay más de anhelo que de cosa concreta, aunque me acuerde bien de una tarde con vos en Boedo, en el medio de la nada. Como la que dice “trampa rota divinamente por la moza caliente”, no pasa de la categoría adolescente de qué-lindo-sería.
No soy de CASLA, y que Boedo quede donde estemos nosotros requiere, de movida, que nosotros estemos. No importa si es en ese barrio de viejos y de transas que apuran la balanza. Que podamos estar.
Como no estás, como no estamos, ni en Boedo, ni en el Abasto, ni en ninguno de los lugares donde quedan trazos de tu paso –los veo, los veo–, y sobre todo porque lo único que tengo en la vida son recuerdos (más bien, la forma en que resonaron en mí esos momentos que recuerdo), flasheaba con que leyeras eso y vos también te acordaras.
Y al final, en vez de querer que estemos, termino queriendo que te acuerdes de mí. Ponele que nadie te lo regala para tu cumple, que tu librero no te lo recomienda, o que no te pega como a mí… Entonces, tan absurdo como la efímera idea de hacértelo llegar de algún modo oblicuo y anónimo, se me ocurre que podría aparecerme en tu memoria si alguna vez pasás por Boedo, al encontrar en la tele un partido de mi equipo o cuando te tomes un 172 tuneado.
Que te acuerdes de mí, y por cosas que no hice yo… ¡Demos la bienvenida a mi lado desastroso! Sería mejor, que me recordaras porque fui tan fuerte como vos para estar no sólo de tu lado, sino a tu lado. Por un gesto amable y una palabra dicha a buen tiempo. Porque conmigo acabaste no ocho veces, como con el flaco aquel, sino nueve; o una: porque la chica que no quería acabar quiso acabar conmigo, porque su alma eligió darme ocho, nueve, un polvo, o la lluvia dorada más tibia y dulce con su concha contra mi pecho. Porque fui tan pulenta como para que no te fueras, para que te quedaras porque era lo mejor que podía pasar: que te quedaras hasta que no nos soportáramos; para hacer una relación extraña, pero menos incompleta, menos encapsulada en el micromundo que construimos. Porque te descubrí lunares en los que nadie había reparado o porque (conmigo) pudiste y te dejaste ser.
¿Ves? No logro sacarlo de ese terreno, no puedo ir más allá de las cosas que se construyen con neuroquímicos (o con palabras). ¡Porque no conozco otras! O porque nunca fui así de fuerte, y todo eso; y/o porque tengo la marca de un planchazo como el de Lamela, pero el recorrido de los tapones, en vez de formar líneas por el muslo, arma letras que dicen “quién pensaste que podías ser”.
Pese a la falta de referencia y de experiencia, o tal vez por ella misma, yo pensé que podía ser. Que yo podía ser. (Y vos, ¿quién pensaste que podía/s ser?). Que podía todo, porque quería todo, quería poder todo. No sé si lo pensé. Estaba ahí, creo --> otra percepción inasible…
(Que sea un buen recuerdo).

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo creo, apoyándome en Pavese, que esa repetición podría justificar cierta autenticidad, porque cuando uno repite las palabras, es porque esas palabras son significativas y porque pueden ser resonancia o reflejo de lo que también Pavese llamaba mitos que vienen de la infancia. Cualquier poeta, supongamos Rilke, ahí está siempre la palabra muerte en el sentido de esa maduración, de fruto de una vida... "cada uno lleva la muerte...", eso está en todo y hasta en las primeras cosas de él que yo conozco, anteriores a la 'Balada del corneta...', hay ciertas palabras que no diré que se repiten, sino que son las mismas aparentemente, pero que se van dando en otro contexto matizadas y desde luego enriquecidas.Si la insistencia fuera, como le digo, el reflejo de una mitología profunda, como diría un analista, no se relacionarían a veces solamente con la mitología individual, sino que están dentro de una aura que no llamaría mitología pero sí ciertas creencias flotantes, inconscientes...

....... dijo...

Y si ponemos unas comillas?
Y si ponemos el autor (y nos evitamos googleadas botonas?


La palabra del captcha es "juncal".


(gracias)

A. P. dijo...

no
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia