miércoles, 27 de abril de 2011

Ropa de invierno

Está fresco en casa para andar con una remera. Entonces, me pongo otra encima. Por un rato va bien, pero a la noche refresca y, aunque quiero aguantar, tengo frío, me voy a resfriar o, como mínimo, voy a seguir sintiéndome incómodo, apremiado por este pequeño temblor que puede evitarse fácilmente. Así que voy a mi pieza, me saco las remeras y me pongo un buzo.
Y me pesa. Me pesa la ropa. Me pesa el buzo en los hombros, y en las axilas y en los brazos. Me molesta en la panza, como si hubiera engordado de golpe. Siento su roce en el cuello cuando giro la cabeza. Me sobra en los puños y tengo que doblarlos sobre sí mismos…
Ya van dos o tres noches que tengo que cerrar casi por completo la ventana cuando me acuesto, y acurrucarme un buen rato para no sentir el frío, para no temblequear. Hasta que me rindo, y voy a buscar la frazada gruesa al placar. Y no es que me pese: me aplasta, me sofoca, no puedo creer que a veces haga tanto frío que sea insuficiente. Trato de darme vuelta en la cama y me vence la resistencia de la cobija. Me despierto con ganas de hacer pis, y quiero desoír a mi vejiga porque no tengo fuerza para emerger de debajo de ella.
Lo que me pesa más, creo, es saber, desnudo, de pie junto al placar, que se pasó otro año. Otro año más, menos, igual. Otro año en que no pude.
Y todavía no me puse la campera. No tuve que ponérmela. No tuve que salir una noche en que fuera necesaria. De hecho, recién salí a dar una vuelta, aprovechando que el cielo está cubierto y la amplitud térmica es pequeña gracias a las nubes, porque cuando se despeje van a llegar las noches y las mañanas frías.
Todavía falta la campera, que tiene más de la mitad de mi vida. Sentir su cuello gastado, el tironeo de los hombros cuando meto las manos en los bolsillos, ese color gris cada vez más pálido, la misma imagen de demasiados inviernos.
No quiero el frío. Tampoco quiero el paso del tiempo, y en septiembre u octubre me va a pegar parecido la vuelta del calorcito. Un par de semanas, hasta que me acostumbre. Pero lo de ahora no es sólo porque se marca el paso del tiempo. Es por el frío, también. Sobre todo.
No quiero el frío ni el aire quieto de los lugares cerrados (aunque tanto aire acondicionado hace que también en verano haya que soportar el aire estancado en muchos lugares), ni recalcular el nuevo ancho del cuerpo más la ropa, ni los roces con la ropa de la gente que me golpea con la manga de su campera o deja apoyado el borde de su tapado sobre mí. (Detesto cuando ponen en contacto su ropa con la mía).
Quiero ir sin remera por la calle, pese a todos los infelices que me dicen cosas. Quiero sentirme liviano, acogido por el aire tibio. Quiero caminar por la vereda del sol sin que pique. Y quiero sentirme menos endeble que ahora, que hasta un puto buzo me pesa más que la mochila de un chico que va a un colegio de doble escolaridad, como si los quince años que tiene estuviesen concentrados en su tela.

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