martes, 5 de julio de 2011

Sensación de seguridad

Una tarde cualquiera, doblo la esquina y agarro la avenida principal de mi barrio. Hay un rati en la vereda del bar. Camino una cuadra, y ya no me acuerdo si vi a otro o si mi memoria se confunde con un tacho de basura. Donde siempre hay uno es en la puerta de la joyería. Aunque no sean tres, dos policías por cuadra es una cantidad inquietante.
Desde que voy a correr a una plaza, sé bien que solo se preocupan por que no afanen en el lugar que les garpa el adicional (en ese caso, el café que está enfrente), y que no mueven un pelo por las sustancias ilegales que se venden a cincuenta metros o por la gente que anda en moto por la plaza. Si su presencia disuade a algunos o si otros se sienten seguros depende de la reacción que el color azul produzca en la cabeza de esos algunos y otros.
Me fijo en la vidriera de la joyería, a ver si encuentro un reloj que me guste, uno redondo, chato, con agujas y también con una tira digital en la parte inferior de la esfera. Hay cientos de relojes, pero ninguno como el que quiero. A medida que me acerco al interior del local, el cana abandona la vereda y se aproxima lentamente.
Percibo su movimiento, y lo compruebo, reflejado en el vidrio. No sé si molestarme por la situación, si tomarla con humor o si es mejor ignorarla y que la cabeza siga pensando en por qué es tan difícil encontrar relojes ana-digi.
La gente esa que dice poder dejar los problemas de su casa en la puerta del trabajo, y viceversa, me provoca bastante envidia. Hasta que los veo como pobres alienados que se jactan de su alienación… Yo no puedo separar casi nada. Más bien encuentro relaciones y analogías muy a menudo. Y en vez de algo relacionado con los relojes que me gustan y no encuentro, viene a mi mente el recuerdo de la chica esa con la que coincidí hace poco en un cumpleaños.
Ella hablaba de lo feo que es su barrio, lleno de casas tomadas, y de la pequeña pescadería de la esquina, que siempre está vacía, pero a donde llegan camiones todas las noches. Era una de esas charlas en las que sale un tema y cada uno, a su turno, va contando lo que le pasó al respecto. Entonces, a partir de la experiencia de haber caminado de noche por ahí, comenté lo inhóspitas que son algunas partes de Once.
Esa vez, o se agotaron los temas que puedo tratar sin mostrarme en exceso, o el alcohol, de baja graduación, pero constante, me soltó la lengua, porque en algún momento conté que a veces andaba por la calle sin remera. Fue hablando de Once, de una noche de verano en que volvía de un recital y en el camino me crucé con media docena de patrulleros, varios de los cuales bajaron notoriamente la velocidad al pasar a mi lado.
“Ah, pero te estaban cuidando” fue su reflexión acerca de los ratis cuando mencioné el detalle de que no me había puesto la remera al salir del recital. Yo-en-cueros se transformó por un momento en el tema de conversación, y conté que (¡obviamente!) también me saco la remera cuando voy a correr a la plaza. Ahí me sugirió que en ese caso me ponga al menos una musculosa.
Definitivamente, no fue la voluntad de que conocieran –y, por ende, entendieran– mis razones, sino una ligera embriaguez lo que me hizo tratar de explicarle que transpiro mucho cuando corro, que no me gusta chivar tanto la ropa, que la sensación de la remera mojada y pegoteada me resulta incómoda y que, corriendo o no, me gusta mucho sentir en la piel el aire de una noche de enero o el sol de una tarde de abril.
¡Lo que me hizo hablarle de cuando busco el último sol de mayo! La última vez que da sacarse la remera, ese momento que para mí marca un quiebre mucho más significativo que un fin de año. Igual, tan liberado no estaba porque no le conté todo el rodeo que hice aquel mediodía para encontrar una calle amplia y con casas bajas, donde el sol pudiera llegarme mejor. Ni de la prostituta callejera y cincuentona que me dio charla, envidiándome por ser hombre, según dijo, “porque los hombres hacen lo que quieren, y a nosotras desde chiquitas nos dicen ‘esto no’, desde los ocho o nueve años, cuando se te despierta el sexo”… Ni de los boludos que me bardean mientras ando en cueros (porque de esos hablo en este blog).
“No estás en la playa”, me dijo la chica del cumpleaños, y no cuajó mi respuesta graciosa referida a las playas macristas. “Parecés un negrito”, agregó, o algo muy similar. Y también que “a mí me darías miedo”. Capaz que con remera y jean al rati este también le doy miedito, o le parezco un posible chorro, y por eso me sigue. Capaz que dejó de hablar por celular para tener las manos libres por si debía sacar el arma. Capaz que ella tenía razón y tengo que fijarme en las cosas que hago. Con quién me pongo a hablar, por ejemplo…

2 comentarios:

olga dijo...

Yo quería actualizar esta semana, pero es muy difícil cuando se vive EN el cansancio.

Y más difícil es cuando se vive EN el desaliento, en no saber. Cuando por más palabras que juntes no cambia nada. Porque !no son las palabras, estúpida!

Seguramente el lunes...

Anónimo dijo...

Y bueno che, esperemos.