sábado, 25 de enero de 2014

Autoestima de titanio

El viernes pasado me obligué a tratar de coger. Lo venía postergando con la excusa de intentarlo cuando me sintiera realmente power, pero eso o no llega o no lo reconozco en el momento, y ya es tarde cuando me doy cuenta de que estaba en condiciones. (Además, ir tras mi deseo no es algo que me salga naturalmente, sino una construcción, algo de lo que me olvido, que queda ahí tirado, como las piezas de un Rasti con las que nunca pude armar más que una pared).
En un momento me sentí razonablemente bien y –aunque se hacía tarde, porque sucedió después de almorzar bastante tarde–, luego de escuchar una canción que me suele dar ánimos, agarré el teléfono y llamé a una persona. Todo se resolvió rápidamente, y en 40 minutos tenía que estar en el Centro. Aún recuerdo mi entusiasmo al colgar.
Mientras me cambiaba, me comí una banana, y luego, por las dudas, otra, para asegurarme de que mi cuerpo tuviera energía. Sin embargo, yendo a tomar el subte percibí lo que me resultó muy evidente cuando esperaba en un banco de la estación: las bananas no habían sido suficiente combustible. Antes de llegar busqué un kiosco y me compré un jugo para darle a mi cuerpo algo más de azúcar. Eso me permitió un poco de acción, aunque ciertos movimientos hacían oír el ruido del líquido en mi panza.
Finalmente, me di cuenta de que no daba para más, de que mi cuerpo no tenía la explosividad suficiente como para acabar, y desistí. La buena onda profesional de la persona con quien compartí ese momento no puede negarse, pero no pegamos mucha empatía. Así que ni pagando alcancé uno de esos gestos que tanto busco y de los que tanto hablo en este blog, seguramente porque no me sale hablar de ellos en otros lados.
Todo fue tan bajón que mi libido se desintegró, y en los siguientes nueve días me hice sólo una paja. El jueves, después de levantarme, y casi por obligación. Demoró bastante, pero finalmente lo logré. Entre que me levanté (a la) tarde y el tiempo dedicado a Onán, más la ducha posterior y la comida, me quedó alrededor de una hora para prepararme mental y espiritualmente con vistas a ir al recital al que quería ir. Dancing en el Konex. Al aire libre. Lo cual es fundamental para no morir de asfixia por una inhalación masiva de humos.
Me comí siete empanadas de choclo y dejé la restante para el último momento, al cual calculaba para media hora después. Aun así, no logré sentirme power después de esa paja en ayunas, y dudé sobre si ir o, para variar, postergarlo. Total, tocan el jueves que viene… Seguí boludeando con la computadora, y a la hora en que tenía que estar en la calle, posteaba una respuesta en uno de los foros en que participo… De nuevo me obligué a moverme, y en un santiamén comí la empanada, evacué, me vestí, me lavé los dientes, me arreglé un poco la cara, y salí. Con una banana en la mano y un jugo Ades en el bolsillo.
El bondi vino rápido, y esa rapidez hizo que fuera necesario agarrarse fuerte. Y ante esa necesidad sentí nuevamente que no tenía power. No es que iba a tener una crisis hipoglucémica en diez minutos, o en treinta, pero coger o un recital son actividades que requieren de un cuerpo cuyos músculos tienen que reaccionar rápido y fuerte con naturalidad.
Comí la banana en el colectivo y cuando bajé sentí otra vez lo arduo que me resultaba caminar entre la gente y el ruido y los vehículos. No sé si mis piernas estaban flojas o si mi cabeza era la que no podía procesar el bullicio (es decir, el aire en movimiento) del entorno, pero había algo del orden de la solidez que faltaba. Así que, sólo para no pegar media vuelta ahí mismo, decidí ir, pero quedarme afuera, en la vereda, y volverme cuando lo considerara oportuno. La estación sólo tenía abierta una entrada, y allí perdí más tiempo, aparte del que me tomó esquivar a los vendedores no ambulantes que se adueñaron de Pueyrredón y a todos los hinchas de Boca que venían de festejar su día, entre quienes resaltaban un par de turras bosteritas hot acompañadas por chabones cuyo physique du rôle era furgón del Sarmiento a full.
Cuando llegué, el show aún no había comenzado. Supongo que me dio vergüenza evidenciar desde un primer momento que no iba a entrar, y que por eso fui hasta donde terminaba la cola, en la esquina de Anchorena, y me ubiqué en ella. Casi de inmediato llegó una chica de veintipocos, bastante bonita y bastante bien vestida, que me preguntó si esa era la cola. Le dije que sí, cambiamos algunas palabras sobre la cantidad de gente que había, y le dije, diciéndomelo en realidad a mí: “Hay que llegar más temprano: nueve menos cuarto, nueve como muy tarde…”.
Un par de sonrisas, silencio, un vendedor que pasa, ella le pide una cerveza, él no tiene porrón, ella compra una lata grande. De color gris. Comienza a beber. No más de dos minutos más tarde, se da vuelta y le dice algo a uno de los pibes que ya estaban detrás nuestro: le pidió una seca. Pita, y comienza la charla con esos muchachos no del todo aseados y cuya dicción se notaba poco fluida. Le preguntan, obvio, qué estudiás (gastronomía), sos de capital o de provincia, dónde naciste (¿en capital o en provincia?)…
Semejante corte de rostro me llena de perplejidad. De una perplejidad repetida: otra vez esa sensación de la facultad, de otras colas de recitales, de tantos lugares y tiempos distintos… Su charla queda tapada por la distancia que tomaron respecto de mí y por el sonido de la banda: comenzó el show. La cola avanza lenta, no sé si vamos a entrar o si el lugar ya se llenó y nos van a tener al pedo ahí durante varias canciones… Una excusa ideal que me dan los hechos para abandonar la fila… y la cercanía de esta gente. Me voy cerca de la puerta para ver y escuchar el recital desde allí. Ellos entran para el tercer o cuarto tema. (Y hay quienes llegan bastante demorados y pagan 70 pesos por medio show. No los entiendo.
Especialmente, si podés quedarte en la vereda viendo y escuchando. Especialmente si la entrada aumentó 40% en siete meses).
La banda combina, como siempre, un sonido de puta madre con esa forma de comunicación que me recuerda a los coordinadores de viajes de egresados. Y no tocan el tema que tanto me entusiasma. Igualmente, me quedo hasta el final. Afuera.
Junto a los lúmpenes que rescatan del piso botellas y latas de cerveza para ingerir los posibles restos que quedaren; a los pibitos de doce años, sucios y con aspecto de homeless (uno de ellos, con zapatillas rotas notoriamente más grandes que sus pies), que pasan y piden porro; a los tres o cuatro que se quedaron en los umbrales de la vereda de enfrente; a la chica con uno de esos rapados peinados nuevos que termina su churro y a eso de la mitad del show consigue que el de la puerta la deje pasar, al chabón reconvenido por ese mismo patova cuando corrió la lona para mirar desde el borde sin intenciones de mandarse, a los vendedores de comida que se apostan en la vereda desde temprano, a las bolsas de basura que las empleadas de limpieza dejan en el lugar con mejor vista y no en la otra punta…
Un pibe de aspecto zona-norte sale sintiéndose mal, y sus amigos lo apantallan; Ivonne, la ex Bandana, una vez que cantó sus tres temas, quiere irse en taxi, pero no viene ninguno, y termina yéndose a patas por Sarmiento hacia Anchorena; un par de tortas salen y se quedan afuera, tocándose de un modo que me resulta evidente que son pareja, pero sin besarse (?). Y yo, moviendo la patita y notando, de a ratos, entre el incesante humo de todos los porros, el silencio a mi alrededor.
No hubo más palabras esa noche. Y la semana siguiente, en que, salvo la charla en la cola, se repitieron los hechos, me preguntaba si no tendré alguna forma (leve) de autismo. No el autismo de Rain Man, no el del hijo de la amiga de mi madre. Pero una vez, en mi adolescencia, mis padres, justo antes de separarse, me enchufaron un especialista en autismo. Tuve que pensar la frase porque sería incorrecto decir “me llevaron a un especialista en autismo” ya que el tipo venía a casa. Y no me diagnosticó TGD, sino una crisis adolescencial patológica con reacción de aislamiento. Me lo acuerdo de memoria. (Sobre todo porque era bastante lógico el aislamiento, es decir, que no saliera de casa, ya que ¡no tenía a dónde ir…!).
Anyway, más allá de diagnósticos, la sensación de mundos en paralelo cuyos límites son infranqueables es abrumadora a veces. Apabullante. Y desmoralizante. Y me hace revivir esa vieja sospecha de que algo en mí está MAL. De que me faltan líneas de código o no sé qué poronga que me repite este tipo de situaciones.
Termina el show, comienza a salir la gente, la mescolanza extraña que constituye el público de DM, y en medio de ellos camino por Sarmiento. Llegando a Agüero me adelanto a tres pibes (un chabón y dos minas, una de las cuales camina apoyada en su amiga, como si le costara mantenerse en pie por sus propios medios). Cuando entro en su campo visual, una de ellas dice: “Mejor crucemos”. Prefieren ir junto al oscuro paredón del hipermercado, por una vereda desierta, que caminar cerca de mí y de otra gente por una vereda donde hay edificios, luces y vecinos en la puerta.
A veces me causa gracia cuando la gente cruza la calle temerosa de mí. A veces esa gracia sólo es la espuma que cubre brevemente la bronca, o el odio, o las ganas de mandarlos a la mierda, o las de cruzar yo también, siguiéndolos, para asustarlos un poco. Esta vez no me causó ninguna gracia. Tal vez porque no era en Barrio Norte, o porque no era una temerosa cuarentona o cincuentona consumidora de televisión, sino pibes que venían del mismo recital al que había ido yo.
Me cuesta mucho d/escribirlo, referir esa sensación de “no puede estar pasando esto”, no puede ser tan alevoso. Fue un momento horrendo, y sólo se me ocurrió esa frase: hay que tener la autoestima de titanio para bancarse todo esto. Ya no es que soy, como suelo decir, o sentir, invisible: es que me ven y me cortan el rostro mal, me esquivan como si fuese uno de esos fantasmas tambaleantes y desastrados que hurgaban en las botellas de cerveza.
Metros más adelante, también yo tuve que cruzar para evitar a dos o tres personas inmersas en un conato de agresión en la esquina de Gallo, junto a la parada del 155. Y mientras cruzaba decidí mantenerme a distancia de estas personas que me evitaron tan burdamente para que no se sintieran amenazadas o perseguidas. Buscando, lo veo ahora (¡para eso sirve este blog!), que ese supuesto no conllevara otra movida de su parte que me afectara aún más.
Seguí caminando, porque decidí volver caminando, y a unas diez cuadras de casa, me caí en la calle. No sé si pisé mal, si fue por la zapatilla medio despegada, si venía pensando en otra cosa (en esos hechos lamentables), si la vereda estaba rota, si toda la marihuana fumada pasivamente me afectó, si fue la combinación de algunos de estos factores, pero me fui al piso en una caída que no terminaba más. Hasta que terminó, conmigo boca arriba y sin ganas de levantarme de inmediato. Pero debí hacerlo porque se acercaron unos travestis peruanos que caminaban por ahí, y uno de ellos insistió en darme una mano para que me incorporara.
No me preguntaron cómo estaba. Supongo que habrán descontado que sólo había sido un golpe y nada más… Eso traté de manifestarles diciendo algunas palabras para que su significado y su fluidez exhibieran que no estaba en pedo o algo así, que había sido sólo un mal (¡un pésimo!) paso. De algún modo, su presencia y su intervención me reacomodaron rápidamente el chip, y volví a (intentar) mostrar normalidad…
Debería revisar ese impulso por demostrar normalidad, por una normalidad que no es tal, sino sólo simulación, habida cuenta de los resultados. Voy a correr, y hasta me entusiasmo si corro tres kilómetros sin parar, pero cuando ese estado físico tiene que manifestarse en otro ámbito… no aparece. Voy a un recital, me inscribo en una universidad, camino por la calle, pero soy incapaz de interactuar plena y/o satisfactoriamente. Por más que me esfuerce en representar cierta normalidad, en un punto todos notan, o intuyen, o perciben lo ficticio que hay en ello. A la vez, si me saliera de esa seudonormalidad y le dijera al travesti que quiero quedarme un momento en el piso porque “en este momento es mi lugar”, sería infinitamente, insoportablemente (para mí), más freak.
Aprovecho la soledad de la calle para hablar conmigo en voz alta y para revisar las consecuencias del golpe: dolor en las manos por el choque contra el suelo, un raspón en el codo izquierdo y un intenso dolor en el dedo gordo del pie izquierdo. (Al acostarme descubriré otro dolor, en la cadera izquierda). Pruebo cuánto me duele el dedo pisando con fuerza, y el dolor me hace gritar. En la esquina está la heladería. Es tarde, y ya bajó las cortinas de los costados, pero la puerta sigue abierta. Miro hacia adentro, mientras camino con mi paso levemente rengo. El heladero me mira, y se apresura en llegar a la puerta para cerrarla.
¿Alguno de ustedes sabe si se acaba de reeditar "L'homme criminel"? ¿Alguno sabe si en la tapa hay alguien que se parece a mí? ¿O simplemente me puse una remera que dice “maltrátenme” y no me di cuenta?
Por fin, llego a casa. En la cuadra previa me acuerdo de otra vez que fui a ver a DM, esa vez que me encontré en la esquina de casa con mi madre, quien, preocupadísima porque a esa hora yo aún no había vuelto a casa, estaba buscándome en la calle, temerosa, según ejemplificó, de que… me hubiera caído. Chan.
No sé si pensar en eso, que suma apabullamiento, o en todos los idiotas infelices soretes agotadores de insultos que a veces me dicen, sobradores, como esa amiga de mi vieja: “¿Y vos qué hacés para cambiar?”. Ojalá pueda mandar a la desgastada concha de su hija a la próxima persona que me diga algo así.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De las creadoras de "Tuviste tu oportunidad" y "Fue un error salir con vos", llega "¿No ves? La cagás"...

But, don't worry. I'm strong. Do not you see it?

Anónimo dijo...

La sucesión de hits no para!!

"Si solo una persona dijo q eras lindo no lo sos. Si tu pija es chica no me va". "Mejor no".