domingo, 3 de mayo de 2015

Se me rompieron las zapas (V)

Mi madre me considera una persona muy influenciable. Bah, mi madre frecuentemente me considera casi deficiente, siempre con esa mirada despreciativa que se le escapa y contamina a toda la gente con la que habla de mí.
Recuerdo, así, su frase “no sé quién te llena la cabeza”, dicha cuando propuse la venta del departamento para acceder a mi parte e irme de acá, porque, claro, eso no se me puede ocurrir a mí… Y sonrío de costado cuando noto que la persona a la que aludía es la misma que tenía predilección por las zapatillas negras, la misma que hizo un par de comentarios risueños sobre mis zapatillas blancas.
En 2009 pude no comprarme zapas, rompiendo la serie de un par por año, pero a comienzos de 2010, un tiempo en que trataba con frecuencia a esa persona, fue necesario un par nuevo, pues las Nike blancas pintadas de amarillo y verde se habían roto, y sólo me quedaban dos pares bastante destartalados y uno para correr, para destruirse corriendo.
Influencia o no, consideré la compra de unas zapatillas negras. (Después de usarlas puedo decir que tienen la ventaja de disimular la mugre mucho más que las blancas. En ocasiones que requieren zapatillas limpias, unas zapas blancas solo son usables si están recién lavadas, o casi. Y, en ese caso, el blanco resalta mucho, más de lo que me gusta). Definido el color, orienté la búsqueda hacia unas de cuero o similar, como las viejas Adidas que tanto me duraron o estas Nike, procurando impermeabilidad los días de lluvia y un firme ajuste del pie.
Al final, volví a decidirme por Reebok. Las más atractivas, negras con vivos violetas, sólo estaban hasta el número 40. Así que no hubo opción, y debí quedarme con las otras que me habían gustado, negras, con el logo y una parte de la media suela trasera en plateado, discretas y bonitas. Tras un par de peripecias, que incluyeron la necesidad de cambiarlas por unas un número más chico y la idea de llevar una cinta métrica para tener certeza del tamaño a la hora de hacer el cambio, una tarde de fines de febrero de 2010 las pagué 239 pe.
No eran de cuero, sino que tenían un revestimiento plástico, lo cual parecía propicio para cumplir el requisito de la impermeabilidad, y pronto se revelaron bastante calurosas. Pero estaban razonablemente bien. Y sumaba puntos lo fácil que era pegarles una ligera limpiada exterior con un papel húmedo. Las usé alternando con las otras, y su vida transcurrió, como la mía, sin mayores novedades. Hasta que una tarde, creo que en diciembre del año siguiente, quise cerrar la puerta del patio con el pie y agarré el saliente inferior de la puerta con el borde interno a la altura del dedo gordo. El contacto fue tan áspero que miré la zapatilla, y descubrí, con un desolado asombro, que estaba rota.
Repensando y repasando la situación, me surge una duda significativa sobre si se rompieron en esa acción o si ya estaban rotas de antes. Porque las roturas posteriores, similares, no pueden achacarse a un contacto ríspido con una arista rigurosa, y entonces pienso en su mala calidad, en la enorme fragilidad de la unión entre ese revestimiento y la suela o la ínfima media suela en la parte anterior del pie.
Un par de meses después las usé para ir a la médica, una tarde en que me agarró la lluvia al salir del consultorio. Tuve toda la precaución de caminar despacio y atento las dos cuadras que me separaban de la estación, pero ya en la mitad de ese breve recorrido se me habían empapado –y ensuciado– las medias y los pies de un modo tan excesivo como incomprensible. Porque no agarré de lleno ningún charco ni una de esas baldosas flojas que te hacen putear mientras sentís el agua escurriendo de la media y de la plantilla al paso siguiente.
Seguí usándolas, pero cada vez menos. No los días de lluvia, no cuando tenía ganas de dejar de lado mi look remendado. Hasta que una vez, supongo que poco después de aquel anochecer médico, las miré de cerca, tal vez sin los lentes, y noté un grado de destrucción asombroso: una estaba rota de ambos lados y la otra tenía roturas similares de un solo lado. Además, la suela de una de ellas se había horadado, quedado un creciente agujero a la altura del nacimiento de los dedos medios.
No me quedó otra que decidir no usarlas más, salvo para ir a correr. Que se desintegraran haciendo pasadas por la recta del fondo de la plaza, eludiendo distraídos que caminan con el celular y los auriculares o haciendo steeplechase para esquivar la caca de los perros que pasean y el meo de los humanos que viven allí.
Luego de unas pocas veces, sucedió, pero no exactamente de esa manera. Una tarde de agosto, al volver de la plaza, con las piernas pesadas de cansancio, pisé mal en la pronunciada pendiente que corona la esquina. Pisé frenando con la parte anterior del pie, y ahí fue el crac definitivo. Las dos cuadras que faltaban hasta mi casa fueron las últimas que caminé con ellas.
Llegué, las desarmé, saqué las plantillas para usarlas, quizá, en algunas de las Reebok más viejas, que tienen las suyas lógicamente gastadas. Guardé los cordones intactos para reemplazar los de unas de esas Reebok, que tenían las puntas pegadas con cinta scotch. Volví a asombrarme con lo destrozadas que estaban, no sólo en los costados delanteros, sino también en la punta, donde la suela literalmente se había desintegrado, y la media suela, rota de lado a lado, permitía que la plantilla asomara por el agujero resultante.
Las guardé bajo la cama con la intención de usarlas si pintaba mi pieza, así no corría el riesgo de chorrear de pintura otras zapas en mejores condiciones. Pasaron más de dos años de eso, dos años y medio, y nunca pinté. Y el lugar de “zapatillas para usar en situaciones donde es probable que se ensucien” pasó a ser ocupado por las primeras Reebok que me compré, a las cuales ya no da pegarles por enésima vez la suela con Poxiran.
Un día noté la inutilidad de tenerlas debajo de la cama (donde estuvieron un tiempo similar al que habían estado operativas), y las rescaté de ese limbo. Las enjuagué un poco para quitarles la pelusa acumulada y las miré un rato largo, reencontrándome con sus formas, con sus texturas y con los recuerdos que me traían.
Es aplastante notar el paso del tiempo. En general, siempre, y en especial al reencontrarse con cosas de la cotidianeidad, como esta. Ver o tocar (u oler) nuevamente, y tras un cierto lapso, algo que en su momento fue cosa de todos los días activa regiones cerebrales con una intensidad tal que me paraliza unos instantes. Y su consecuencia de aturdimiento permanece y me condiciona por un buen (mal) rato.
Tan apabullante como notar que perdí la noción del paso del tiempo. Desde comienzos de 2011 perdí esa noción. Creo. Desde el tiempo en que no guardo en un Word los posts que publico para releerlos y hacerles algún pequeño retoque si es necesario, por poner una arbitraria referencia temporal.
Demoré, como demoro todo, unos días el momento de tirarlas, pero pronto me decidí a hacerlo. De a una por vez, así su presencia postergada me ayuda a escribir este post de despedida. Y cumpliendo ese ritual absurdo de dejarlas en la calle, pero no donde se dejaban las bolsas de basura del edificio, ni en el contenedor que el GCBA puso junto a nuestra vereda y que ahora no sé dónde está porque los vecinos van moviéndolo ya que nadie lo quiere en su puerta. No allí, sino en alguna calle que haya caminado el día que las compré.
Esa tarde caminé varias cuadras con la zapatilla en la mano rumbo a su despedida. Sentí de nuevo su textura, los relieves del revestimiento, el entramado de la parte superior de la lengüeta, la mullida y sorprendentemente intacta parte que rodea el talón, creo que sentí también algunos momentos del tiempo en que era cotidiano –y, de tan cotidiano, irrelevante– tocarla.
Me impresiona mucho la memoria táctil: las toco, toco la parte de tela del contrafuerte, y es un viaje en el tiempo. Miro los círculos que sobreviven en el dibujo de la suela y me acuerdo de ese recital al que fui, de salir de casa con las zapas casi nuevas y, a los pocos pasos, en la oscuridad de la vereda, sentir que pisé caca de perro y comprobarlo mirando la suela; y tener que volver para cambiármelas. Se me hace presente la sucesión de veranos intrascendentes que vinieron después mientras la aprieto fuerte como queriendo agarrar así de fuerte el tiempo.
Finalmente, la posé sobre la parte superior de uno de esos tachos de basura nuevos y grises, en una esquina más o menos cercana, y seguí caminando no me acuerdo a dónde. Si es que iba a algún lado, que creo que no. Un rato después, volviendo a casa, me desvié una cuadra de mi camino para pasar de nuevo por esa esquina, a ver si la veía una vez más, como vi a aquella Nike una noche que la dejé en la esquina de acá atrás, como volví y vi a la otra en la plaza donde la dejé, en esa plaza a la que me acompañó algún mediodía grato.
Allí estaba, tirada en la vereda, de costado, como si alguien la hubiera tomado del lugar donde la dejé para llevársela y rápidamente la hubiera desechado por irrecuperable. La puse sobre su suela con el pie, me quedé mirándola mientras esperaba a que cambiara el semáforo, y cuando se puso en verde seguí mi camino. La miré por última vez, apoyada sobre esa vereda que transitó tantas veces, y la imagen fue que le faltaba yo. Me vi a mí caminando por ahí, capaz que con alguna expectativa, o con alguna compañía, por esa calle, por la esquina de la gomería. Y me pregunté dónde quedó esa que era yo hace cuatro o cinco años.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los círculos en la suela (los chiquititos de atrás; los más grandes, una de las fotos mentales, adelante).
El contrafuerte, firme, mullido e intacto, con el color negro aún intenso en el revestimiento interior.
Las finas líneas grisáceas en él, las que forman una ve con dos paralelas al lado, y las otras
Los relieves, en especial los milimétricos y paralelos, y esa semionda semipez bajo el tobillo.
La onda gris que baja desde el talón hasta el arco del pie, y es lo único que corta el negro.
El hexalite, que sólo está del lado externo.
El logo de Reebok brillando plateado en el costado.
Los años que me acompañaron.
Todo pasado. Abandonado en una esquina, y reencontrado a la vuelta. Y levantado para tocarla una vez más, y dejarla de nuevo en un portabolsas de basura por acá.
Y el entramado de la lengüeta que pervive, pues la corté para quedarme con algo más que un recuerdo y estas palabras.