martes, 5 de enero de 2016

Cinco pesos (I)

Como estaban controlando boleto, decidí volverme de esa excursión conurbana en colectivo y no en tren. Iba a tardar más, pero iba a gastar menos y me dejaba a cuatro cuadras de casa, sin la tentación ahorrativa de volverme caminando de la estación, que le habría quitado energías a mi intento de running nocturno.
Tardé un poco en encontrar la parada del bondi. El bondi tardó un poco más en llegar, y en la tediosa espera que resulta cuando cae la tarde en el segundo cordón comencé a beber el jugo Ades que siempre llevo por si mi cuerpo empieza a pedirme azúcar súbitamente, como acostumbra.
Pasando la mitad del viaje, se me terminó el jugo y necesitaba más azúcar. Me iba sintiendo cada vez peor y faltaba más de media hora de viaje. Encima, ese bondi se mete por adentro, por un lugar casi sin negocios, y doblando demasiadas veces como para que un forastero se oriente. Si me bajaba iba a ser difícil encontrar un kiosco y quizá más difícil ubicarme para tomar el colectivo siguiente. Aparte de que iba a terminar gastando bastante más de lo previsto.
Por ahí subió una pareja veinteañera, bastante cool para el suburbio, sobre todo ella. Irían a una cena por las fiestas, ya que llevaban una pizza grande, cuya caja se adivinaba dentro de una bolsa negra. La bolsa no era nada cool. El vestidito de ella, con volados tipo enagua, sí. Seguro que la mire intenso –a la pizza– porque el pibe me dijo: “Resiste la tentación”, o algo así, y hubo risas.
Mi energía (presión, azúcar, lo que sea) seguía bajando, y no llegábamos nunca a la avenida que desemboca en Capital. Yo no paraba de pensar en cuántas cuadras faltaban para esa avenida, cuántas va por esa avenida, cuántas en Capital… Los de la pizza se bajaron antes de que saliera a la avenida, después de que fantaseara con pedirles una aceituna, a ver si ese mínimo combustible me hacía sentir un poco mejor.
Finalmente cruzamos la General Paz. Hacía rato que era de noche y los puestos del GCBA donde te toman la presión y, a veces, si tienen ganas, te pinchan el dedo para medirte el azúcar ya estaban cerrados. Faltando unas diez o quince cuadras para llegar, me moví en el asiento y sentí los brazos especialmente flojos, como dos fosforitos de un dibujo. Y no dio para más.
La próxima vez, en lugar del esfuerzo que significa pensar posibles acciones, y del que significaría levantarse, bajarse del bondi, caminar hasta el kiosco que viste por la ventanilla, hablar con el kioskero, creo que sería mejor desmayarme, y que se hagan cargo los demás de mí.
Pude pararme y tocar el timbre, pero eludió la parada, seguramente porque había una larga fila de bondis ocupando la cuadra, y dobló hasta la siguiente, que queda más lejos de casa. Me bajé y sentí que caminaba como un robot, con una rigidez y una tensión que trataban de contrarrestar la flojera física y el sopor neblinoso de mi cabeza. Un par de cuadras así, mientras no encontraba un kiosco. Y después… me fui sintiendo mejor. No sé si la brisa fresca, si el movimiento, pero, paso a paso, llegué a casa.
Rápidamente quise comer, pero no había pan. Tampoco bananas. Ni nada ya hecho. Así que rescaté el poquito de arroz con ensalada que había quedado del almuerzo. Al segundo o tercer bocado sentí que mordí algo duro, y, de inmediato, surgieron un grito y la imposibilidad de cerrar la boca.
El diente que tengo con un perno y una corona se había torcido. No se cayó: sólo quedó tan torcido que impedía el contacto de los dientes de arriba con los de abajo. De pronto, tenía en una mano el bocado de arroz que estaba comiendo, mientras con la otra toqueteaba en vano: no lograba acomodar el diente ni sacarlo.
Mi madre me dijo que llamara a su amiga dentista, que me atiende gratis, pero yo tampoco podía hablar normalmente. Apenas balbucear con la boca entreabierta. Después de forcejear un rato, el diente se salió, y seguí comiendo. Al final llamó ella. Me pasó el teléfono y la doctora me dijo que se iba de vacaciones, que había atendido a su último paciente hacía media hora.
Me habló de su tío internado, de la incertidumbre de horarios que eso le producía, y me dijo que podía atenderme el 31 a la once de la mañana. Para lo cual yo tenía que salir de casa antes de las nueve. Y levantarme antes de las ocho. Percibí que su tono de voz cansado viró al fastidio cuando le dije que entre descansar y tener el diente elegía descansar.
(La gente no entiende lo que significa descansar mal para mí, lo mal que me siento, y que en general no es por un día. A veces son dos semanas seguidas sintiéndome como si hubiera dormido seis horas cada día. Bah, si un profesional psi no lo entiende, menos chance de que entienda un odontólogo).
Traté de descomprimir bromeando sobre si no hay dentistas que atiendan de madrugada. “Ya no –me respondió–, en otro momento lo hacía”. Cuando te contestan en serio un chiste quiere decir que fue un mal chiste.
No fue broma, en cambio, su invitación a pasar el fin de año con ella y su amplia familia. Apenas falta de registro, buena educación automática y desconectada que no repara en que no tengo auto ni en la hora a la que el tren empieza a circular un primero de año. Rechacé la invitación gentilmente, sin detenerme en estas consideraciones (¿habrá sido broma cuando fui un viernes y como tenía que volver el lunes me dijo que me invitaría a almorzar? Contaba con eso, pero cuando estuve allá no dijo una palabra, y tuve que comprarme tres empanadas en el Morita de la vuelta).
“Es lo que te puedo ofrecer”, dijo, o algo así. Las opciones son la guardia de la Facultad o verla en diez días, cuando vuelva de sus vacaciones, un sábado a la mañana… Perfecto, gracias, feliz cumpleaños atrasado, nos vemos, chau.
Al día siguiente dormí mal y me levanté tarde, como siempre. Después de comer iba a ir a la guardia, pero el diente, que mi madre había dejado sobre la mesa, envuelto en una servilleta de papel junto a la computadora, no estaba más. Mi madre tampoco estaba. Y no tiene teléfono. Así que debí esperar que volviera e hiciera reaparecer el diente (que no sé dónde lo había puesto ni para qué), y emprendí el viaje.
En la ventanilla me atiende una hiperobesa de guardapolvo verdecito y bigotes que, sin dejar de hablar con su compañera, me pide el documento. No el número de documento: el documento. No lo tengo. No salgo a la calle con el DNI desde que the police dejó de pedirme documentos (cosa que solía ser frecuente en un tiempo) y, en especial, desde que saqué el nuevo, esa tarjeta con mucha más pinta de perdible que la vieja libretita verde.
Una forma de identificación me pide. Ni siquiera le pregunto a qué se refiere, porque sólo llevé 50 pesos y la SUBE, que no le sirve porque no identifica. Finalmente me pregunta si alguna vez me atendí allí, y sí. Me pide los datos, no sé si corrobora con lo que le devuelve el sistema o si actúa, y me dice que son quince pesos. Pago y, antes de tomar asiento, el doctor se asoma y me llama. Le cuento qué pasó y le doy el diente que llevé en la cajita de los tapones para los oídos. Mira y me dice que hay cementar. Son cuarenta pesos.
Malacostumbrado por mi dentista, que no me cobra, no sabía que había que pagar. Tampoco sabía, ni imaginé, que en los lugares públicos te cobran. En el hospital municipal de odontología, ahí en Almagro, ¿cobrarán también?
Digo “uh, no sé si me alcanza” cuando ya sé que no me alcanza. Saco la plata, la cuento, se me escapa un “voy a tener que volver mañana”. Creo que me dice que me fije tranquilo mientras pongo los treinta y cinco pesos en el sillón reclinable donde estaba sentado y meto la mano en los otros bolsillos buscando algo que no existe.
“Bueno, volveré mañana, pasaré el fin de año con un diente menos”, le digo. “Bueno”, responde el doctor, con menos empatía que una pared. “Felicidades”, le digo para no señalarle su carencia de sensibilidad, y me voy.
Si los dos doctores que vi, la gorda, su compañera y el de seguridad ponían un peso cada uno, yo pasaba el 31 con el comedor delantero mostrable. Pero no. Son castrillistas del dinero. (Yo también, pero yo soy pobre :p).
Por esas calles que me traen memorias de mis tiempos universitarios pienso en ponerme a laburar de trapito, un trapito de oferta, cinco mangos te cobro, pero no pasa nadie con auto. ¿Y si pido en Santa Fe y Pueyrredón? Un pesito pa’ la birra, dos pesitos pa’l vicio. ¿Cinco para que me peguen el diente? No, no me da pedir. Yo puedo cartonear, pero pedir no me sale.
En Larrea llama mi atención la tasa desprendida de una llanta, entera, original. La levanto, la miro y la vuelvo a tirar en el medio de la calzada. Me gusta cuando los autos pasan y revientan botellas u otras cosas… En sentido inverso camina un adolescente judío laico que me reprocha “no la tires ahí”. Un par de pasos después salgo de mi sorpresa y me doy vuelta para decirle: “No me digas lo que tengo que hacer”. Él ya la levantó y la está poniendo en un tacho de basura. En vez de reaccionar para el lado pendenciero, debería haberle pedido los cinco pesos…
El colectivo llega pronto y, como hace rápido, saco la cuenta: si voy de nuevo, antes de las diez puedo estar en casa con el diente pegado. Como algo, porque el cuerpo pide energía otra vez: un poco de pan, creo que algo de queso (después me quejo de mi peso); agarro la guita que me falta, más quince mangos, por si me cobran la consulta de nuevo, y vuelvo.
Estoy gastando siete pesos de bondi, una suma mayor que la que me hizo viajar. La gorda no está, sino una señora más amable, que todas las veces me llama por mi nombre, y no por mi apellido. Pago los cuarenta del cemento y tengo que esperar un rato, aunque no haya nadie. Habría que avisarles de la emergencia energética a los de la facultad, porque tienen una iluminación que enceguece. Tanto, que la mayor parte del tiempo la paso con los ojos cerrados en la sala de espera vacía.
Por fin, reaparece el doctor NoEmpathy. Me pregunta cosas irrelevantes para una pegada de diente: si tengo hiv, si me operaron, si no sé qué… Flaco, me vas a pegar un tedién, no hay sangre de por medio… ¿Podría el Estado por esta vez disimular su asfixiante voluntad de saber intimidades?
Me lo pega, me dice que posiblemente se despegue pronto pues está deteriorado y que entonces convendrá más un implante que un nuevo conducto, un nuevo perno y una nueva corona. No sólo no habrá conducto porque no conviene, sino porque no tengo quien me acompañe el largo viaje para hacérmelo, quien me ponga la mano en el pecho, sobre el buzo de Georgetown, antes de entrar al consultorio mientras apura su cigarrillo, ni quien me convide en la estación de vuelta un alfajor Vauquita, que me manchará la cara anestesiada con chocolate. Ni habrá un niño que nazca mientras estemos volviendo. No, conductos no.
Por la luz blanquísima de salina que hay en el recinto, o por el recuerdo de algo que no se repetirá o por la disposición laberíntica de los cubículos-consultorios, pierdo un poco el rumbo cuando tengo que irme, tras los saludos educados de rigor. Al fin acierto la puerta, luego de manotear justo la opuesta.
Ya estoy en condiciones para el repetido ejercicio de sociabilidad de la noche del 31, del que no sé desmarcarme, en el cual juego a que soy normal, ellxs juegan a que soy normal, y a todos se nos nota que no sabemos jugar.

4 comentarios:

y.O. dijo...

Más de once mil caracteres para una frase: “Yo puedo cartonear, pero pedir no me sale”.

Laura B. dijo...

Me gustó mucho. Y la transformacion de crónico a literario a medida que progresaba, de diez. El sábado, antes de ir a pagar el alquiler, un amigo me dijo: para los que no tenemos un mango, la guita es una unidad de tiempo. Y sí. Y me acordé mientras leía.

y.O. dijo...

Qué bueno! Que te haya gustado y que lo hayas leído entero. "Asombroso", diría Harry Hoo, el detective hawaiano.
Este es el lado catártico, fundacional de este blog: no es el que más me enorgullece, pero es necesario.

En otro orden de cosas, húbete contestado tu dedicada y amabilísima respuesta de la otra vez. No sé si el mail llegó a destino. Anyway, gracias otra vez. La valoro mucho.

la invisibilidad y el silencio me corroen dijo...

desde el 5/1 que están martillando, taladrando, amolando (¿demoliendo?) en un depto de arriba. incluso los sábados. a veces empiezan a las 8, en general a las 9, paran cada vez menos a la hora de la siesta, siguen a la tarde.
traté de tener un registro, pero tiene faltantes. es demasiado agobiante anotar cada día perdido. igual, intentaré completarlo y hacerlo post.
como mis gritos desde el patio no funcionaban, ayer les toque el timbre, porque seguían martillando pasadas la una. me dijeron que paraban. pararon media hora y siguieron. volví a tocarles el timbre, salió un gordo pendenciero diciendo que no eran ellos, que serían de al lado, bla bla. me mintió, se victimizó con que "está perdiendo plata" por respetar los horarios, se fue y siguió golpeando. pero no es él, no.
bueno, desde la una de la tarde de ayer que no puedo dormir. los martillazos, el calor, el hambre, el nene de upstairs, la gota incesante de un aire acondicionado en el patio, la inminencia de un ataque de pánico (diría uno de los doctores de este blog). a las ocho me estaba durmiendo y tuve una puntada intensa en la frente. preocupante. entre la puntada y la previsión de más martillazos sigo sin poder dormir. son las diez.
yo duermo mal (bah, ya no duermo), no descanso, como pésimo, sigo subiendo de peso... y mi madre... "Están refaccionando el 4to piso!! Claro, estamos en la etapa en que hay que levantar pisos, romper paredes para cambiar caños... Los vecinos están medio malhumorados con el tema de los fuertes ruidos. Yo ignoraba la situación porque ando por la calle... Hoy me enteré a las 8 y cuarto. Olga también estuvo fastidiosa (notás que puse intencionalmente tiempo pasado!). Le dije si quería irse a otra parte, hotel, lugar... Y, por mi parte, ya está. Salí a hacer trámites pendientes, etc.".