viernes, 23 de marzo de 2018

¿Habrá sido solo silencio y desprecio?

Fue en el siglo pasado, creo que en el año 96. Podría buscar la fecha exacta. Fue un domingo en que jugaban Lanús y Boca. Ganó el Grana con un gol de Gonzalo Belloso. Mi madre había viajado, tal vez con mi padre –de tanto no me acuerdo–, y yo me enfermé. Nada grave: fiebre, dolor de garganta, gripe, esas cosas, que me afligían más porque su consecuencia era no poder ir a la facultad durante algunos días.
O no había remedios en casa o me los había tomado todos sin alcanzar una mejoría significativa. Y en el medio del atardecer del domingo, sin nadie a quién poder contárselo, llamé a Silvia, aunque hacía banda que no me atendía el teléfono; aunque seguramente ya irían mermando mis intentos de comunicación al darme cuenta de que era mentira aquella frase suya de la que nunca se desdijo: "Llamame, que si estoy te atiendo".
Le dejé un mensaje en el contestador diciéndole lo que me pasaba. El recuerdo indica que lo hice manteniendo la moderación, aunque no hay testimonio objetivo. El único realmente fiable sería el casete de ese aparato. Igual, sé que no le dije nada como "¿me podés comprar algo, un nosequé que me baje la fiebre, que me haga sentir mejor?". Pero la verdad es que me habría gustado que llamara y ofreciera hacer eso.
No lo hizo. No llamó, no ofreció. No. Lo único que me dio fue, con su renovado silencio, otra manifestación de su desprecio. En esa duermevela que trae consigo la fiebre, que es casi un atajo que ofrece para escapar un poco del malestar, Víctor Hugo fue la única compañía mientras me dormía y me despertaba alternativamente y se grababan en la memoria el gol de Belloso a Navarro Montoya y una tarde gris, quizá de lluvia.
No sé cuándo bajó la fiebre, si al día siguiente, si dos días más tarde… No era grave, ya lo dije. Lo que sé es que todo su silencio de ese año, y todo el silencio del año anterior, cuando me forreaba en persona, ninguneándome y haciéndome sentir para la mierda, se concentraron en ese momento en el que experimenté en el cuerpo la ausencia, el desprecio y el desamparo.
Ella era la típica docente buena onda y carismática, y, además, linda y exigente. A las pocas semanas de conocernos me tomó como su alumno preferido de ese curso. Usaba la palabra "hijo" para referirse a mí, supongo que como forma de desalentar cualquier posible expectativa vinculada al garche y no porque estuviera tan enferma como su amiga y colega que llamaba "hijo" a su perro. Cuando se fue a vivir sola me dio su teléfono, y varias veces hablamos largo y tendido. Incluso me invitó a comer a su casa un par de noches.
Lógicamente, ganó mi confianza y mi cariño con facilidad, y en una de esas charlas me preguntó por mi orientación sexual. Y como en un secundario para adultos todos somos adultos y como adultos podemos hablar de todo con toda naturalidad, no me sonó chocante ni desubicado. De hecho, sentí la habilitación para, en otra charla, mencionar lo que se comentaba de su sexualidad, que estaba retirada del amor; y ella, sin aclarar ninguna de las dos cosas, comentó que también decían que salía con la gorda amorfa de Matemáticas.
Parece que mi respuesta no le resultó verosímil porque poco después me sugirió que fuera a un psicólogo. No a cualquiera, claro: a uno que ella conocía, su primo, que era una eminencia. Es cierto, era una eminencia. Y también un pederasta. De esto me enteré muchos años más tarde, cuando cayó preso por cogerse a (y hacerse coger por) un pibe de 14 y la noticia apareció en la tele y en los diarios.
Seguí su consejo, lo llamé y el tipo me citó en su casa. El reconocidísimo especialista en abuso no se me insinuó esa noche, tal vez porque yo no era menor, o porque no le gusté (?) o porque alguien con su experiencia habrá notado pronto que un intento de esa índole no prosperaría.
No sé si ella solía recomendarles tratamiento con el psicoviolín a sus alumnos, si solo a los jóvenes, si solo a los destacados, si solo a aquellos a los que se había acercado (quizá) estratégicamente. Por ejemplo, a la otra buena alumna de aquel curso, la merquera psicópata (con quien siempre fue tan indulgente, incluso cuando mandaba a sus sucesivos novios a amenazarme porque quería que yo dejara el colegio, quizá para llevarse el reconocimiento que su capacidad no le permitía), que yo sepa, no le sugirió visitar al psicólogo en sus momentos de crisis, allá por la primera mitad de segundo año.
Nunca supe fehacientemente –ni nunca lo sabré– si lo hizo a propósito o no: si fue casualidad o si a sabiendas me mandó a la casa de un pervertido para que me tirara onda. Pero la mera posibilidad de que algo así haya sucedido, que gana fuerza si uno acomoda todos estos hechos con el diario del lunes –ese que tenía al primo en la sección de policiales–, es, de por sí, una reverenda mierda.
Desde esa vez, desde que la llamé por teléfono al llegar a casa para contarle cómo me había ido con el psicólogo y ella lloró del otro lado del tubo, comenzó una distancia que se extremó un par de meses después, cuando terminaron las clases: nunca más me atendió el teléfono. El año siguiente –el último que compartimos– me prodigó un trato indisimuladamente gélido, pero, a la vez, mantenía encendida la (falsa) posibilidad de una comunicación.
De una de esas veces tengo foto mental: desde la puerta del aula del medio le pregunté con un gesto si podía llamarla y me contestó que sí: "Llamame, que si estoy te atiendo". Pero no atendió. Ni esa vez ni nunca. Siempre pasaba algo que se lo impedía: o no estaba, o llegaba muy tarde, o se había acostado temprano… De otra tengo fotocopia: el día del acto de fin de curso nos entregó un sobre con una cita de Galeano: a la mía le agregó unas palabras manuscritas que incluían, otra vez, la palabra "hijo" y una despedida "hasta otro lugar y otro momento". Cuando, unos años más tarde, comprendí que ese lugar y ese momento nunca llegarían, saqué una fotocopia para conservar un recuerdo concreto, fui a la casa y le dejé el original en el buzón, pidiéndole que me lo diera de nuevo cuando fuera verdad y no palabras de ocasión.
Jamás mostró la educación ni la personalidad necesarias para decir claramente: "No me llames más. Por esto y por esto". No dijo nada, aunque, si lo hubiera hecho, podría haberse evitado mis muchos llamados y podría haber evitado, también, que yo me convirtiera en un ser molesto. Fue tan pilla que logró quitarme de su vida con un larguísimo fade, sin pagar el precio de poner la cara y plantear las cosas.
Y el año subsiguiente, cuando yo no tenía con quién mierda compartir mi experiencia en el mundo nuevo e inhóspito del CBC, su única comunicación fue acceder a mis reiterados pedidos y cumplir su promesa de mandarme las fotos que había sacado en el acto de fin de curso. Aunque el colegio estaba a dos cuadras de mi trabajo, las mandó por carta certificada en un sobre que contenía solo dos fotos y una hoja en blanco. ¿Cuánta perversidad hay en mandarle a alguien una hoja en blanco? ¿Qué mierda querés decir de esa manera que no te da la nafta para decir de otra, explícita, forma?
Y cuánta perversidad hubo en agitarme, en alentar mi intensidad al pedo, en darme manija en mis disputas con la directora de mierda, que me negaba ciertos reconocimientos solo por mi aspecto; con los alumnos de mierda, que me detestaban porque no se bancaban a alguien tan sobresaliente que ponía en evidencia su ramplona apatía; con los docentes de mierda, que hacían la plancha y emparejaban para abajo, en especial el sorete que, además, mentía cuando hablaba mal de la profesora a la que había reemplazado, que era amiga de ella y mía.
Nunca dijo "relajá, no es para tanto, esto es de paso, poné la energía en otro lado", nunca lo dijo con palabras ni tampoco con el ejemplo. Se regodeaba llamándolos "mediocres", pero convivió con esos mediocres por años, y en silencio ante ellos. Y hasta los reivindica en el Facebook del colegio, que ella maneja. Mientras, yo me comía los cascotazos de la directora, de los otros docentes y de los alumnos, que me hacían un vacío sideral, que me querían fajar y que incluso me siguieron una noche para amenazarme a diez cuadras del colegio. Y ahí, sin avisarme, intervenía ella para decirle a la merquera psicópata que parara la mano con eso de instigar a sus novios.
En cambio, lo que dijo que iba a hacer nunca lo hizo. Dijo que iba ayudarme a elegir qué seguir estudiando, pero no. Una sola vez hablamos del tema, palabras a las apuradas junto a la escalera, que no significaron nada porque no sugirió una carrera, ni propuso hacer alguna materia de UBA 21, ni nada que me modificara favorablemente.
Dijo "lo hablaríamos" cuando, en una de esas charlas telefónicas, salió el tema de un eventual amor mío hacia ella (¡caramba!, no recuerdo que mencionáramos la posibilidad inversa, ni la recíproca). Y tampoco. Nunca hablamos nada, ni de eso ni de nada crítico. Aquello con lo que yo contaba simplemente se reveló falta.
Nuestra amiga común fue casi una portavoz cuando justificó su proceder acusándome de estar enamorado de ella y, enojada, me rebajó por eso, como si fuese algo condenable (como si fuese algo que uno decide). ¿Tan de la B soy para vos? ¿De verdad te creés que es la virgen María? ¿Qué patología importante debe tener alguien para enojarse porque otra persona supuestamente se enamora de ella? No estamos hablando de entregarte a mis amigos por plata (?), de entregarte a desconocidos por plata (??). Estamos hablando de algo que sería lo mejor que tengo. ¿Eso te ofende? ¿Lo mejor que tengo es una ofensa? Matate, ENFERMA.
Cuando, tiempo después, encontré su dirección de mail y le escribí algunas de estas cosas (no lo del abusador, eso aún no se conocía), su retorcida respuesta fue reenviárselo a nuestra común amiga, que, obviamente, me cagó a pedos y hendió la relación, que pronto se interrumpió. No conforme con quitarme su palabra y la posibilidad de la mía, hizo lo necesario para privarme también de una de las poquísimas palabras que tenía.
Me gustaría saber su versión de los hechos, pero los mortales, los alumnos, no tenemos acceso a su palabra (salvo los clichés que les dispensa a todos: "Queridísimos exalumnos"). Y si alguien, no sé quién, un deus ex máchina, lo tuviera, descuento que le daría una versión muy distinta de la mía. Y seguro que resultaría mucho más convincente que esta, aun sin tantas cosas en la memoria ni tantas cosas escritas –ella no escribía porque, como me dijo una vez, lo que se escribe queda y lo que se habla no, o algo así–.
Un día, una noche, mi madre me pidió que le llevara la gacetilla de alguna actividad que estaba por hacer a una amiga suya para que el marido, que laburaba en Clarín, gestionara su publicación en el diario. A la vuelta me desvié unas pocas cuadras para pasar por la casa de Silvia. Miré desde la calle si había luz en el tercer piso y, al ver la ventana iluminada, fui hasta el teléfono público de Gorriti. La llamé y, por supuesto, no atendió. El "llamame, que si estoy te atiendo" se descubría irremediablemente falso.
Ante tanto desprecio es inevitable que uno se pregunte qué hizo mal, si es (si soy) tan monstruoso como para merecer tal destierro. Lo radical del hecho oblitera la posibilidad de una respuesta y, luego, al notarlo, las meras ganas de intentarla. Y todo queda sin responder: lo que hice mal, la versión que habrá dado de mí a los otros, el porqué de sus ganas de humillar así a la gente, de sumar angustia, incertidumbre o dolor, más aún en un momento de tantos cambios como era aquel…
Y ahora, que en una situación crítica me encuentro con un silencio similar, todavía deseo que quien lleva un largo tiempo de mutismo no me desprecie como ella, que su acercamiento no haya sido parte de una estrategia y, sobre todo, no detestarla tanto como detesto a Silvia.

4 comentarios:

La Abstinencia me puede dijo...

más que amor hacia esta persona parece una obsesión

Y. O(utside) dijo...

Si algún día te pasa de ver en la tele, preso por abuso de menores, a una persona a la que conociste (y a cuya casa fuiste) a partir de la presión más o menos sutil de otra persona, quizá no lo llames "obsesión", sino el frío pavor de haber estado en la boca del león.
Y la aún hoy vigente incredulidad respecto de si esa persona a la que querías y en la que confiabas te mandó a propósito a ver al violador.

Posdata: no nos callamos más, ni aunque nos acusen de obsesiv@s.

otra vez yo dijo...

Agrego que no sólo no tengo ganas de callarme respecto de situaciones que se inscriben en un contexto social propicio para decirlas y cuyo alcance podría ser más amplio (es decir, no afectarme únicamente a mí). Tampoco tengo ganas de callarme respecto del maltrato, el desprecio y la humillación recibidas en la relación interpersonal aunque no tenga connotaciones sociales u otros posibles involucrados.

y.0. dijo...

Podría preguntarte por qué te parece una obsesión.
Podría preguntarte si alguna vez un/a docente te preguntó por tu orientación sexual, podría preguntarte si alguna persona a la que querías y respetabas te insistió para que fueras a la casa de un abusador, podría preguntarte si alguna vez estuviste cerca de una hora en la casa de un abusador, los dos solos en una habitación acustizada.
Podría explicarte que cada vez que uno encuentra una palabra sobre una situación dolorosa es un logro; podría decirte que no es obsesión, sino estrés postraumático...

Pero como "me parece" que algo parecido a una obsesión es lo que tenés vos conmigo -porque ya van dos veces que pasaste por acá sólo para tirar mierda- y como lo que escribís en tu blog es una pelotudez, solo voy a preguntarte por qué no te vas bien a la concha de tu madre.