jueves, 21 de marzo de 2019

Ten years after

Desde comienzos de este siglo, cada vez que tengo una infección en las vías respiratorias (y eso, desde que tengo memoria, ocurre al menos una vez por año), cuando la nariz deja de chorrear, la garganta deja de doler y la temperatura retorna a valores normales, el paso siguiente, la expectoración, se torna un escollo muy arduo. Sobre todo cuando me duermo, porque suelo despertarme en medio de la noche (o de la mañana o de la tarde: cuando pueda dormir) con un ahogo cerrado.
Es una sensación muy desagradable, y se torna desesperante si la respiración no se normaliza en el primero o en el segundo segundo posterior al retorno de la conciencia; si por varios segundos uno se revuelve buscando que un poco de aire pase por la garganta mientras un ruido sibilante y ominoso se deja oír en cada intento.
La primera vez que sucedió, tenía prepago, y le dimos el correcto uso, yendo a la guardia. Hablo en plural porque me acompañó mi madre. Esa vez sí era de noche, o de madrugada, aunque no fue gran problema porque quedaba cerca, tanto que fuimos caminando. Conté lo que me había pasado, me revisaron, el/la profesional dijo que tenía las vías aéreas conservadas e indicó unas nebulizaciones. Repetí esa expresión, "vías aéreas conservadas", cuando la enfermera que trajo el nebulizador me preguntó qué tenía, y la mina deslizó una sonrisa incrédula.
La verdad es que ya no sé si dijo "vías aéreas" o "vías superiores". Pero el primer adjetivo es el que se fijó en la memoria.
Fue en la época en que a mi padre se le disparó el problema cardíaco que lo tuvo anticoagulado hasta el día de su muerte (más de diez años después), y seguro que mi madre relacionó lo mío con eso. Como relaciona mis desniveles de presión o azúcar con su viaje a Europa acompañándolo, como relaciona cualquier cosa para explicar pelotuda y despectivamente lo que digo, lo que hago, lo que ve de mí.
El problema desapareció durante algunos años, pero volvió un otoño estrenado sólo por el calendario en que los ahogos se repitieron con una frecuencia incapacitante cada vez que me dormía. Finalmente, mi madre sugirió que visitara al neumonólogo que había atendido a mi abuela extuberculosa hasta su muerte, y, de nuevo, me acompañó, porque el viaje a Banfield ida y vuelta era demasiado para alguien que venía con el sueño casi anulado por los ahogos y por el miedo a los ahogos. El médico indicó un Celestone o similar.
Se hizo de noche durante el viaje de vuelta. Al bajar del puente, por única vez en mi vida adulta dormité en el transporte público: se me cerraron los ojos y se me apagó la cabeza un instante en el 165. Pero no daba entregarme al sueño porque no quería ahogarme, y menos en el bondi. Hicimos un paso por casa en el cual consiguió quién aplicara la inyección y caminamos hasta la farmacia. En la puerta nos encontramos con el vecino Juancito Sorete, y pienso en todos los años que llevo soportando su presencia de mierda sobre mi cabeza –la suya y la de su creciente familia–, y todavía no me puedo librar de ellos.
Luego continuamos, avenida abajo, hasta el departamento del enfermero. El señor este, un hombre relativamente grande, que a partir de su experiencia laboral había decidido estudiar medicina, fue tan amable que quise hacer un post sobre él, pero no me salió. Tras el pinchazo, y en la inevitable charla acerca de qué me pasaba, habló de lo que estaba estudiando y abundó en consideraciones que me hicieron pensar que aprovechaba la situación para repasar para un parcial.
A instancias de no sé quién, dormí en el sillón del living esa noche. Con la espalda deslizándose desde un ángulo no muy recto –pese a que lo intentaba– hacia otro más obtuso, que doblaba su semirrecta en alguna vértebra alta, dormí sin problemas. En la siesta volví a ahogarme, y comprendí que aquella mejoría no había sido por la posición, sino por el Celestone. Le propuse a mi madre que se quedara cerca y atenta a un posible ahogo para despertarme antes de que pasara a mayores, pero ni lo consideró.
Oí desde la cama que llamó a su amiga dentista, y ella le recomendó un lugar especializado en otorrinolaringología. Fuimos un rato después. Fuimos en taxi, aunque no era tan lejos. Nos cobraron cien mangos la consulta, y pasamos a la sala de espera, donde el televisor mostraba el partido de la selección contra Venezuela por las eliminatorias. Creo que había dos médicos atendiendo. Pasado un tiempo razonable, me llamó una doctora joven que me saludó dándome la mano, no sé si para marcar una distancia o para evitar un contacto más cercano con los microbios que me acompañaban. Me tomó los datos –o los confirmó, o completó en la computadora lo que le habían pasado desde la recepción–, y le conté la situación, que seguía sumando capítulos.
En algún momento apareció un colega, cambiaron unas palabras con esa confianza de los compañeros de trabajo, que en los profesionales de la salud es distinta, y la foto mental cuelga en el atado de cigarrillos que había en el cajón. De nuevo a solas, me dijo que me habían dado todo lo que suele darse en estos casos. El asunto se presentaba cuesta arriba: para ella, que tenía que lidiar con algo fuera del estándar, y para mí, que veía cada vez más lejos una solución.
Me pidió que la esperara y salió del consultorio. Al rato volvió con un aparato en la mano para metérmelo por uno de los agujeros de la nariz. Me anticipó "yo sé que es horrible", hubo un par de risas, yo hice ese chiste tonto que no volvería a hacer sobre cosas en la nariz. En un momento dijo algo –creo que no llegó a ser una frase completa– que cambió el clima y me di cuenta al toque de que mis palabras estaban alargando demasiado la situación. Es que cuando me ganan los nervios, me pongo a hablar… Le hice un gesto con la mano, que no sé si vio, pero que recuerdo plenamente, con el que quise decirle "ya entendí, ya me rescato".
Esa noche no me había puesto los lentes de contacto para salir a la calle porque paja y porque mi madre también podía fungir de lazarillo. Tenía los anteojos viejos, que sólo uso en casa y que no me dejan ver bien de lejos, aunque dan más precisión a, digamos, un metro o menos. Así de cerca la tenía para verla nítida recortada sobre el fondo borroso, para distinguir, por ejemplo, vestigios de vello en la falange intermedia de algún dedo de su mano. No sé si fue esa nitidez, y la cercanía que implica, o si fue su concentración –y la mía propia para no moverme y no entorpecer su tarea–, pero hubo una sensación distinta allí, algo físico. O químico.
Más allá de todo lo que hizo, y de su enumeración y el ejercicio de memoria que implica, o de lo que recetó, prevalece esa sensación, la de alguien que por unos instantes estuvo con vos, con uno, conmigo. Y no a un nivel cualunque: a nivel energía. Igual, andá a comprobarlo a la fábrica de detectores de energía… (?)
De nuevo en el escritorio, cuestionó lo que dije cuando repetí algunas palabras del neumonólogo: "Hay que hacer una espirometría para decir eso", afirmó. Le expliqué que el tipo era especialista en el Muñiz y traté, una vez más, de acotar algo ingenioso, que ya no logro reconstruir en la memoria.
Me recetó tres cosas, una de ellas para el reflujo gástrico que me dijo que había visto. Sugirió levantar las patas de la cama, por ejemplo con las guías de teléfono (esto sucedió hace tanto que Argentina goleaba a Venezuela, que todavía existían las guías telefónicas en papel), y no consumir una serie de alimentos y bebidas, los cuales, salvo uno o dos, no consumía –ni consumo–. Y seguramente también habrá recomendado que tomara agua, eso que recomiendan todos y cuya utilidad concreta nunca percibo.
Hubo un par de risas más. Después de escrito este borrador releo el post viejo y ahí veo cuándo y por qué hubo risas. Los motivos se van perdiendo en la memoria, los hechos no: se guardan con la forma de la impresión, o con la fórmula de la neuroquímica que propiciaron.
Para comenzar a dar por terminada la consulta, miró la pantalla de la computadora, donde estaban mis datos. Tardó un instante en encontrar mi nombre, o en decodificarlo, y marcó el inicio de la despedida pronunciándolo como vocativo. Vi la secuencia con la plenitud de lo que entra no sólo a través de los ojos, sino en la comprensión cabal de lo que sucede, como si viera la sinapsis que la guiaba. Entonces, para tomar mi turno en ese ejercicio de la función fática del lenguaje, miré la receta de modo que fuese notorio, estirando unos instantes el silencio y el contacto visual con el papel, y dije su nombre. Y ella se rio con la más inolvidable de sus risas de esa noche.
Otro apretón de manos selló la despedida. Desde el quicio de la puerta le pregunté cómo se llamaba el aparato, desde su silla me respondió que era un fibroscopio: le dije que iba a escribir algo al respecto en mi blog. Se rio una vez más y me fui.
Habré hablado algo con mi madre en la sala de espera, quizá me haya sentado unos instantes para contarle cómo me había ido, seguro que no miré la tele para ver por cuánto ganaba la selección porque yo quería que perdiera, y encaramos el pasillo del caserón rumbo a la salida. Ahí la vi por última vez, caminando delante nuestro, haciéndole fiestas a un niño pequeño al que se dirigía como si lo conociera, como si fuera, por ejemplo, el hijo de alguien que laburaba ahí.
Tuve la ilusión de que me saludara una vez más. Al menos, la atención para devolver el saludo si sucedía. Pero nunca entré en su campo visual desde que ella ingresó en el mío. Además, ya habíamos agotado esa instancia, y yo seguramente formaba parte de un pasado olvidado por cotidiano o por demasiado cercano.
Demoré un par de semanas en escribir algo en el blog y siempre me quedó la d(e)uda de que podía haber escrito algo que me gustara más. El título fue "fibroscopio+blog" por si se acordaba y en un momento de aburrimiento de alguna guardia googleaba esas palabras. Ese nivel de fantasía puedo manejar… Con los días googleé yo. Encontré su Face, donde resaltaba una foto de ella con un chabón, seguramente su novio, mostrando felices sus entradas para ver a Manu Chao, y pensé en mandarle un mensaje con el link, aunque rápidamente me rescaté de semejante descuelgue. Más descolgado aún me parece hacerlo diez años después, pero yo qué sé. Quien haya leído hasta acá puede dejar un comentario opinando sobre si le escribo o no (?).
Seguro que ya me sentía mejor, porque fuimos caminando hasta Rivadavia para tomar el bondi que nos devolvería a casa y que, de paso, nos dejaba a media cuadra de la farmacia. Allí, el dependiente sugirió otros medicamentos, y terminamos haciéndole más caso a él que a la doctora. Aun así, habiendo comprado uno de los tres remedios prescriptos, reemplazado el otro y descartado el del reflujo, esa misma noche ya dormí normalmente.
Los cien pesos valían por una segunda consulta, una especie de control luego de la demanda espontánea. Cuando fui de nuevo, unos días más tarde, ya era una persona normal, sin vestigios de la infección ni de su consecuencia. Tenía alguna esperanza de que me atendiera ella, pero no fue así. Mientras le contaba todo el recorrido al distante profesional que estaba de guardia esa noche, aproveché la parte de la historia que la tenía como protagonista para señalar lo amable y dedicada que había sido, para que eso saliera de mí y, sobre todo, para que alguien que la conociera se enterara, aunque sólo fuera el aire del lugar vibrando desde mis cuerdas vocales, porque el tipo no acusó recibo, porque dificulto mucho que le haya comentado: "Che, Tatiana, el otro día vino un paciente y dijo que lo habías atendido bien"…
Aquella noche con la doctora D. todo sucedió como si no pudiese haber sido de otra forma, tanto que tardé unos días en darme cuenta de que no siempre es así, de que son pocas las veces en que es así, especialmente en una guardia. Y el buen recuerdo tomó otra dimensión.
Todo esto viene a cuento porque este mes harán diez años del suceso, porque hace mucho que quería escribirlo de otra manera y por una conversación que no tuve y no sé si tendré con otra profesional de la salud cuyo trato también salió del estándar, con la diferencia de que no nos vimos una sola vez, sino más de cuarenta. Si yo me acuerdo de alguien que me trató bien una vez, hace casi diez años (y me acuerdo con tantos detalles, esos que a vos te llaman la atención), cómo no voy a subir grados de intensidad cuando me acuerdo –y hablo– de vos.

No hay comentarios: