viernes, 16 de diciembre de 2016

Circular interna Nº 173

Temario: I. Frente a la masacre del boliche Cromañón
El fin de año venturoso que esperaba la burguesía y los sectores altos y medios de la pequeña burguesía e incluso franjas de trabajadores en blanco de grandes empresas de la industria y los servicios, se vio abrupta y violentamente empañado por la masacre del boliche Cromañón. (…)
Estas fiestas "tranquilas" se iban a dar en el marco de la coyuntura de luchas obreras de la que venimos dando cuenta, más allá del tradicional parate por las fiestas y el aumento de salarios a las capas bajas de los estatales y las sumas fijas a desocupados y jubilados, más los 100 pesos no remunerativos para los trabajadores en blanco. Todos los analistas burgueses auguran que ésta va a seguir durante todo el año entrante.
Pero los al menos 185 muertos y los cientos de heridos de gravedad -la peor masacre por causas no naturales de la historia nacional, equivalente en muertos a más de dos atentados a la AMIA- se convirtieron en un cimbronazo totalmente inesperado. (…)
En el marco de la situación no revolucionaria que hemos definido, la crisis actual es expresión de la crisis orgánica latente. Ibarra y su estructura política (construida con los requechos del Frepaso, sectores de la UCR y socialistas) son la principal base política del kirchnerismo en la Ciudad de Buenos Aires. De ahí, se entiende el "ruidoso" silencio de Kirchner durante los primeros cuatro días posteriores a la masacre, en los albores de un año predominantemente electoral donde la Carrió se perfila como primera en las encuestas en la Capital.
La "ayuda" que le quiso brindar a Ibarra con las declaraciones de su secretario de derechos humanos, Eduardo L. Duhalde, poniendo como responsables de las decenas de muertes a los jóvenes que habrían prendido una bengala (parte normal y ordinario del folklore roquero), más bien sirvió como un salvavidas de plomo. (…)
Nuestra política
La consigna de "Fuera Ibarra" debe ser la principal bandera de agitación. Junto con este, denunciar al gobierno de Kirchner y al conjunto del régimen como cómplices y encubridores del responsable político de esta inédita masacre.
Si la crisis se agudiza, se abriría la posibilidad de que se monten maniobras institucionalistas para evitar la caída revolucionaria de Ibarra. Allí nosotros tendremos que agitar abiertamente la necesidad de imponer con la lucha obrera y popular una "Asamblea Constituyente de la Ciudad que discuta todos los grandes problemas de las mayorías populares", como decimos en el volante nacional (aunque es aún prematuro y está en el plano de la propaganda ya que la clave hoy pasa por el derrocamiento de Ibarra mediante la movilización independiente de los trabajadores y el pueblo). (…)
Sucesos como el acontecido nos permiten a los revolucionarios agitar y propagandizar contra el capitalismo y sus empresarios, que como Chabán o Taselli no titubean un segundo en "ahorrar" en la inversión para la seguridad de los trabajadores y el pueblo en cada establecimiento, para lucrar más y más, convirtiéndose todos en potenciales asesinos. Hablan de "inseguridad", ¿quiénes la provocan? Mientras los capitalistas manejan hasta la diversión, no va a haber seguridad para el pueblo pobre. (…)
Lo sucedido desde la masacre y nuestra intervención
(…) A pocas horas de los hechos, el 31 a la tarde, se hicieron presentes en el lugar de la masacre alrededor de 70 compañeros de las zonas de Capital, pero no sucedió nada porque primaba el caos y la mayoría de los familiares no tenía idea sobre la suerte de sus seres queridos. Al mediodía ya estaba impresa y puesta en la página web del PTS la primera declaración del partido donde hacíamos responsables a Ibarra y el empresario Chabán y exigíamos la conformación de una comisión investigadora independiente.
El sábado primero de enero participamos de una asamblea de los pibes callejeros en la Plaza Once, en la que primaba la bronca y un marcado rechazo a todo lo que oliera a partidos políticos. A partir de allí y casi espontáneamente, salió una columna de unos 300 a la morgue para exigir la entrega de los cuerpos. A la hora salió otra hacia este lugar, de unos 1000, en la que objetivamente la dirección política recayó en las fuerzas de izquierda que estábamos presentes: el PTS, el PCR y el PO, pese a la presencia de Bordón y Mellman, ambos padres de chicos asesinados que hoy trabajan en el Ministerio de Justicia kirchnerista con sendos sueldos.
Allí los cánticos que componían los compañeros, contra Ibarra y Chabán, marcando que se trató de un asesinato producto de la corrupción, diferenciándonos de Blumberg, etc., prendían entre los manifestantes, muchos de los cuales eran vecinos indignados. (…)
Con toda la audacia
1) Creemos que el partido debe intervenir muy audazmente en esta coyuntura. Muchos de los sobrevivientes o jóvenes familiares o amigos de los que fallecieron son trabajadores y/o estudiantes secundarios. En casi todas las estructuras nos enteramos de alguien que conocía a alguno que estuvo en aquel recital fatal. Además son varios los barrios que tienen muchos muertos, ya que venían en banda a ver a su grupo, como Ituzaingó, Villa Celina, María Elena, San Martín, etc.
En la Capital, los compañeros de No Pasarán y de En Clave Roja, junto a distintos grupos de izquierda y algunos sobrevivientes y familiares conformaron una comisión para hacer distintas actividades, como la realización de una bandera con tres consignas para la marcha del jueves. (…)
Tenemos que actuar con la mayor audacia en todas y cada una de las zonas y regionales partidarias, creando frentes únicos que nos permitan desplegar abiertamente nuestra política de clase. Tenemos que recurrir a todo tipo de iniciativas. Por ejemplo, en Capital hay chicos muertos de importantes colegios donde se pueden organizar comités con sus compañeros por el castigo a los culpables, haciendo todo tipo de actividades. La presidencia de los centros que compartimos en Sociales y en Filo de Córdoba tienen que ponerse al servicio de crear un ala de izquierda que quiera luchar hasta el final. (…)
El jueves 6 participaremos en Capital de la movilización, en principio sin banderas partidarias ya que la marcha está siendo convocada por el mismo grupo "Callejeros" (o sus seguidores) y explícitamente ponen en sus volantes la maccartista consigna "sin banderas políticas". Sí vamos a hacer banderas que expresen las consignas para la agitación. En las provincias tienen que estudiar si da para ir abiertamente como partido o no. No tenemos que descartar que éstas movilizaciones sean más de derecha que la del lunes, por la abierta intervención de los agentes de las distintas camarillas burguesas.
Debemos intervenir con todas las fuerzas partidarias. Toda esta actividad de agitación, propaganda y organización deben ser preparadas desde los equipos partidarios junto con los compañeros que integran los círculos marxistas y sus amigos. (…)

El sinfín del optimismo berreta

Cuando tengo la desgracia de que algún/a idiota me dé clases del optimismo infeliz con el que enfrenta la vida y me diga "yo vivo todos los días como si fueran el último", me dan ganas de preguntarle si coge sin forro. Me contengo, no sé si por urbanidad o porque sé de lo inútil de la pregunta, porque sé que no cogen ni les interesa.
También están quienes afirman que las cosas sucederán si uno las desea intensamente. Fuck, amigos, si eso fuese cierto ya me habría cogido a Demi Moore, a quien deseo desde que la veía en los afiches callejeros que publicitaban "Échale la culpa a Río". O a Carla Conte, que lleva doce años en el olimpo de la cabecera de mi cama.
La retórica motivacional que circunda el running y la actividad física en general está llena de pelotudeces así. Restallan en afiches y resuenan en las voces marciales de los entrenadores just do it, no pain no gain, impossible is nothing, no hay que bajar los brazos y la forrada cúlmine: el que abandona no tiene premio.
¡¿Perdón?!
Me cago en tu premio. Que te quede claro: me recontra cago en tu premio. No corro por un premio, no haga nada por tu hipotético premio. Ni siquiera por el mío, ya que mi cuerpo no toma mucha nota de mi esfuerzo y, en cambio, sí lo hace, cada vez, respecto de lo que como.
Y claro que a veces es mejor bajar los brazos y abandonar. Abandonar es una opción, es la opción mejor a veces. ¿O querés que me rompa? ¿Querés que me desgarre, que padezca la consecuencia de intentar sostener 170 pulsaciones más de lo que puedo? Chupame bien el orto… justo cuando vuelvo de correr. Forro de mierda.
En otro ámbito, el que te dice "ya vas a encontrar a alguien que te quiera" ni siquiera califica como optimista berreta: califica como cagón que no te dice abiertamente lo que subyace en esa frase: "Yo no te voy a querer ni en pedo". Otra baratura en esa línea, la del que dijo "vos sos un sol, alguien te lo va a decir", no me molesta tanto porque el chabón se suicidó, y me gusta creer –total es gratis– que lo hizo al comprender que no, que nadie te va a decir nada, al menos no por su sola afirmación.
Pero lo que más (me) suena estos días es esa gilada que insta a la acción, sea cual fuere esta, encararse a alguien, presentarse a un examen o pedir un adelanto del sueldo, porque "el no ya lo tenés" y "con intentar no perdés nada".
Error. No tengo el no. No tengo ni un no ni un sí. Y a veces es mejor eso que la confirmación del no. Sobre todo cuando ya tenés tantos noes que no te entra uno más. Que no querés un no más. O cuando intuís que el sí sería muy lindo, pero que rápidamente encontraría su límite en mi propia incapacidad.
De última, "te sacás las dudas", dice tu autoayuda de cotillón. No: de última, arruinás todo, generás una situación incómoda, te vas al pasto o quedás hundido en la leca, en un lugar del que no se vuelve –con los demás– y del que será penoso reponerse –para uno–. Y no me corras con que "si no lo intentás, no lo vas a conseguir" y "nunca vas a saber si había chances o no" porque esto no es un elogio de la pasividad, es una valoración de las probabilidades. Casi casi como cuando cruzás la calle.
Ni hablar si la persona a la que te encarás se enoja. Porque tal resultado confirmaría, además, que es una pelotuda de mierda. Llegado el caso, el rechazo me lo banco con solvencia y aplomo: estamos hechos de rechazos (más los tipos que las minas, más las gordas que las flacas), aunque su unanimidad es excesiva, es abrumadora, es infinita. Ahora, el enojo… Si, cuando te hablo de-sde lo mejor de mí, lo tomás a mal, andate a la reputísima madre que te parió por el culo. No quiero saber que sos así.
(La versión aggiornada de esa frase dice que "el visto ya lo tenés", lo cual tampoco aplica en mi caso, porque ni los mensajes me leen).
Y ahora que estamos cerca de las fiestas, por favor, no me vengan con los mismos deseos que me vienen repitiendo hace muchos años. Porque no alcanzan, no sirven, no se cumplen. Y sus palabras no hacen más que recordármelo.
No seamos optimistas al pedo. Cuando mi viejo estaba postrado, en parte por sus limitaciones físicas y en parte por sus limitaciones ¿neurológicas?, y estaba claro que ya no iba a salir de la cama, jamás le dije "que estés bien" o "que te mejores": me parecía casi un insulto, una demostración de no estar haciendo contacto con la realidad. Mi frase era "que estés lo mejor posible".
Así que no me digan nada. Porque pasó otro año y sigo sin cogerme a una chica que use havaianas, sigo sin ver de nuevo el mar, sigo sin correr una carrera, sin dormir normalmente, sin escuchar que me dicen "te amo", sin que me acaben en la boca y varias cosas más que podrían ser otro post. Y porque pasaron seis meses con mi dentist dándome demasiadas vueltas en la cabeza sin que percibiera ni un margen para decirle nada, menos aún cuando dijo que tiene novio, menos que menos cuando le dijo a otro paciente "tenés mi teléfono, cualquier cosa me llamás" y a mí nunca me dio el teléfono.
Y no me digan, en un clímax de conformismo, que qué bueno que al menos tengo diente de nuevo. Porque estuve diez meses casi como el Pepo, porque me dijeron "en tres meses lo tenés" y fueron seis, porque tuve que ir casi veinte veces y porque la stalkeé hasta saber cuándo es su cumpleaños y no pude ni decirle feliz cumpleaños.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Qué desperdicio de lugar romántico



Cada minuto es un minuto menos

La movilidad del teléfono está sujeta al largo del cable. Ahora reposa en el piso, junto al sillón donde hago tiempo viendo tele. Hasta que suena. Finalmente, suena. Sé que sos vos. Ya llegaste. Tu voz, escueta, me lo confirma.
Como dejé todo preparado, sólo tengo que agarrar las llaves y salir. Antes de llegar a la primera esquina, me descubro corriendo. Las cuatro cuadras que hay entre mi casa y el bar donde nos vemos siempre son la pantalla vertiginosa de un jueguito en el que debo esquivar mutantes que aparecen de la nada con formas de gente lenta, perros y baldosas partidas.
Viniste corriendo, decís cuando llego. No sé si lo notaste por el ritmo de mi respiración o por el tiempo que tardé. Te respondo con un verso de Javier Martínez y con una cuenta: si vengo caminando son cuatro o cinco minutos más, son cuatro o cinco minutos menos con vos.
Con la parsimonia que muestran las cosas cuando uno viene de otra velocidad, creás un lago de café entre la crema. Sus bloques blancos son témpanos bonsái que se disgregan en el borde del pocillo o junto al marco de tus gafas, donde veo su reflejo.
Mientras, se normalizan mis parámetros cardiorrespiratorios y trato de dilucidar si ese pique fue una manifestación de mi ansiedad o una forma de decirte lo importante que sos.

Ahogo

Desde hace unos años es tradición que, al final de una infección de las vías aéreas superiores (como no tengo médico, no tengo diagnóstico; pero será algo del palo de las anginas, faringitis, algo así), luego de la fiebre y los chuchos de frío y la nariz chorreante que puede consumir un rollo entero de papel de cocina, cuando todo eso pasó y sólo queda una fábrica de poxi-ran a expulsar de mi pecho, me despierte en un ahogo más o menos (o muy) intenso.
Repentinamente, el sueño se interrumpe, y me descubro revolviéndome en la cama, en busca de que algo de aire pase por una garganta momentáneamente fuera de servicio. A veces, la respiración se normaliza rápido, pero a veces cuesta más. Y a veces cuesta mucho, y parece que no se va a normalizar, y, por algún motivo primal que desconozco, salgo de mi pieza con la compañía del sonido horrible del ahogo. Alguna vez me desperté en el pasillo que lleva al baño, y el día más heavy terminé en la puerta de casa, que está en la punta contraria a la de mi habitación.
La experiencia –y la guardia del Hospital Francés, que aún existía cuando esto sucedió por primera vez– me hicieron saber que nebulizarme con solución fisiológica antes de dormir reduce notablemente el riesgo de que suceda. Así fue hasta este año, cuando las nebulizaciones no alcanzaron y algo viscoso, leve pero irreductible, me cerró la garganta de nuevo, pese a los veinte o treinta minutos perdidos con la mascarilla antes de dormir, la cual me hace sentir un viejo o un niño.
Esta última vez, la solución, made in personal de Farmacity, fue un antihistamínico. Esta última vez, quizá porque mi intuición respecto de lo que iba a causar la muerte de mi padre finalmente se comprobó en la realidad, flasheé con la forma en que me voy a morir yo. Me voy a morir tratando de respirar.
El otro día sucedió de nuevo. Pero sin ningún malestar respiratorio que lo justificara. Dormía sobre mi lado izquierdo, en una de las posiciones incómodas en que duermo para que no se me salgan los imprescindibles tapones de los oídos, cuando, de pronto, inesperadamente, me había despertado y respiraba tan dificultosa como ruidosamente. Lo de la dificultad lo reconstruí luego, porque en ese momento no estaba en condiciones de saber si entraba algo de aire o no. Más tarde entendí que no podría haber estado sin respirar durante esos incontables segundos que quizá hayan sido un par de minutos, hasta que el ruido fue mermando y el aire comenzó a ingresar cada vez más normalmente.
Solo sé que me puse un pantalón, tal vez aún sin despertarme, y abrí la puerta y salí de la pieza, pero el recuerdo comienza cuando aparece la luz que entra por el ventanal del living. En el límite del pasillo quedó un tapón de silicona, el cual me saqué tratando de respirar (?), como sucede cada vez que me ahogo, como si el aire que circula por el oído fuese vital. Llegué hasta la puerta de calle, retrocedí un toque y entrando a la cocina me metí los dedos en la garganta buscando desatascar mecánicamente algo que no sé si estaba atascado. Que no sé qué era.
Después volvimos, el sonido, la desesperación y yo, a mi pieza, y agarré las llaves, como si fuese a salir. Pero ¿a dónde podría ir? ¿Qué podría hacer? ¿Tocarle el timbre al portero, como la vez de mi primer ataque de pánico, cuando no estaban de moda los ataques de pánico, cuando casi nadie los conocía? ¿Llamar al SAME, que no vino cuando me desmayé, cortesía de una varicela que me hacía orillar los cuarenta grados de temperatura y me había desfigurado hasta transformarme en un monstruo medieval? ¿Caminar las ocho cuadras hasta el hospital con ese estertor desesperante en la garganta? Y después, sí, claro, esperar que me atiendan en la guardia, qué buen chiste…
Ya ni recuerdo si logré dormirme de nuevo o no cuando todo pasó. Lo que es seguro es que desde ese día, hace quince días, no puedo dormir sin el temor de que se repita. No puedo dormir sin ropa, como suelo hacerlo, porque alguna vez pasó que salí por la casa en bolas, y, oh, el pudor. La mayor parte de las veces no me acuesto, sino que emprendo el sueño con la cabeza un poco erguida, apoyando la almohada en parte contra la pared y en parte contra la mesita de luz, que está detrás de la cabecera, y con las horas me voy deslizando lentamente en el colchón hundido y me reviento aún más las cervicales. Casi no duermo del lado izquierdo, mi lado favorito, porque de ese lado dormía cuando sucedió…
Al esfuerzo que habitualmente me insume descansar, ahora le sumamos esto. Y entre una cosa y otra, y los vecinos gritones y mi insoportable ritmo circadiano y los dentistas que atienden a la mañana y bla bla blablá, llevo una larga racha de días casi consecutivos sin poder descansarme.
Tal vez siga así hasta que me vaya olvidando, o hasta que vuelva a ocurrir. Más o menos como sucedió con los ataques de pánico, ja.
Todo eso pasó y no se lo dije a nadie. No se lo pude decir a nadie. No sabría a quién decírselo. ¿Cómo es que uno cuenta las cosas que le pasan? Ni siquiera puedo decírselo a un médico, porque no tengo, y, si lo tuviera, pensar en cómo referir lo sucedido, y la rutina análisis/próxima-visita, se me hace muy desalentadora. Casi tanto como pedir turno y tratar de acomodar mis horarios a ese momento.
La persona a la que más veces vi en el año es mi dentista, y claramente no da salirse de los temas profesionales, más allá de algún comentario risueño que trato de colar buscándole una risa más. (Porque me gusta cuando se ríe). (Porque me gusta). Eso si contamos a gente con la que hay una mínima comunicación, un poco de ejercicio de sociabilidad. A la señora que corre en la plaza a la misma hora que suelo ir yo la vi más veces, pero nunca nos dirigimos la palabra. Así que no la cuento. Tampoco a mi madre, con quien no tenemos mucho diálogo; y, cuando lo hay, claramente no es productivo, percudido por su manera de hablar, irritante y berretamente optimista, nada confiable por sus deliberadas vaguedades y tergiversaciones. Y por sus mentiras.
La última vez que hablé con alguien fue el otro día, con la cantante de mi banda favorita, luego del show, un breve intercambio que comencé yo para preguntarle si me podía llevar la lista de temas como suvenir y en el que alcancé a decirle cuánto me gusta su banda y que esa noche habían sonado más potentes que la vez anterior. Ella me desmintió rápida y demoledoramente, diciendo que le parecía raro lo que le decía porque para ella habían sonado mucho más ajustados.
Tan idiota me sentí que no pude decirle la simple razón de mi comentario: ey, Ro, tu baterista me estaba dejando sord@ con el tambor, me tuve que ir al fondo de ese sótano habilitado no sé cómo porque literalmente me lastimaba. (Después, o mi oído se acostumbró o algo se acomodó en el volumen, y se me hizo tolerable). En cambio, traté de agarrarme de alguna palabra de ella para esquivar el ridículo en que me dejó, en el que me hundía ya hasta la nariz, y balbuceé algo parecido a que tocar varias veces en el mismo lugar permite sonar mejor porque ya sabés cómo suena.
No hay testimonio fidedigno del final del diálogo, solo mis imágenes mentales, poco confiables debido a mi turbación por el traspié a la hora de comunicarme, pero creo que ni chau dijo, corte que se agachó para acomodarse un zapato mientras yo hablaba, y la próxima imagen la muestra junto a la escalera de salida saludando con un beso a un gordo de rulos al que ya vi en otro show.
Y por días, unos días menos que los de las consecuencias del ahogo, pero unos cuantos días, no pude mirarme al espejo. Más o menos como cuando rompí un vaso con un ademán grandilocuente en la cena de Nochebuena a la que me invitaron el año pasado. Días deseando que se disuelvan los espejos y la memoria. Al menos, que desaparezca esa prolongada combinación neuroquímica horrenda y vergonzante que quedó petrificada como la imagen que permanece en la pantalla cuando apagás el televisor. Y que en algún rincón de mí quedará, sedimentando, indeleble.
Eso cuando digo algo, cuando puedo decirlo, que, si no, vuelvo caminando de un recital –de tres recitales– a la una y pico de la mañana, con la única compañía de las palabras que me digo, total, no hay nadie en la calle y puedo hablarme en voz alta. O quedo sabiendo cuándo es el cumpleaños de alguien (porque le dediqué un profunda stalkeada, que se reveló incompleta, pues en ella no encontré mención alguna al novio que, el otro día, dijo tener), pero sin poder decirle "feliz cumpleaños" porque nunca llegamos al lugar donde uno le dice a otro cuándo cumple años.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Hay cadáveres (versión vegana)

En las calles, bajando de camiones, hay cadáveres.
En los negocios, en sus vidrieras, iluminados
con luces rosas,
hay cadáveres.
En los supermercados, en la parte más fría, hay cadáveres.
En los restoranes, en los bares,
en sus menúes hay cadáveres.
En tu casa
hay cadáveres.
En tu plancha, en tu horno,
en tu heladera –en el cajón de abajo–
hay cadáveres.
En los camiones atestados y hediondos que cruzás
en la ruta, aunque todavía respiren, hay cadáveres.
Cuando cae la maza y el sismo vacuno signa la zona,
cuando su energía queda allí,
suspendida, atiborrando el barrio,
hay cadáveres.
Aunque tercerices la muerte para
no cargar tu conciencia con el gemido
postrero, hay cadáveres.
Cuando la hija de mi dentista encuentra
una vaca en su libro
para dibujar animales y yo le digo
"¡uy, un churrasco vivo!"
es para que vaya sabiendo que
hay cadáveres.
En el alimento de tu mascota –a la
que seguramente hiciste
mutilar– hay cadáveres.
En el aroma seductor de las parrillas,
en el asado del domingo, con todos tus amigos, en toda
tu familia hay cadáveres.
En tu aliento, en tu postura, en la acidez de tu pH
hay cadáveres.
Entre dos panes hay cadáveres.
Entre tus dientes hay cadáveres.
Manjares, minutas, bodegón
para tacheros fafaferos, recetas de autor, acompañados
por hojas verdes, en canal Gourmet hay cadáveres.
En tu boca hecha agua, en tu atareado estómago, en un recodo
de tu íleon,
en tu yeyuno hay cadáveres.
En el vientre de la vaca a la que le sacás
el vacaray… cadáveres.
En tu producción de adrenalina,
en la resistencia
a los antibióticos,
en el sabor de tu entrepierna jugosa
hay cadáveres.
Entre las letras ínfimas que disimulan
los ingredientes de las Cerealitas, hay cadáveres.
En la uña del rabino hay cadáveres
kosher.
En las dificultades que tengo cuando podría ser una opción
invitarte a comer, entre otras cosas
hay cadáveres.
Decapitados por el de Café San Juan, que vierte
su sangre caliente, aún palpitante, en un tacho
para hacer morcilla y que, sin embargo, sucumbe
ante el tabú de la muerte y no los muestra
en cámara, hay cadáveres.
En ese templo de los niños coronado por arcos dorados
donde la felicidad viene en cajita, hay cadáveres.
En la pizza de anchoas que me voy a comer en un rato, hay cadáveres.
En tu plato, en tus ojos,
en tu deseo…
En tu vida, indispensables, hay cadáveres.

jueves, 21 de julio de 2016

Cerrar

Hacía varias decenas de fotos que la cámara anticipaba su final. Expandía el zoom con normalidad, pero en el momento de retraerlo solía trabarse. Algunas veces conseguía su cometido en el segundo o en el tercer intento; otras, yo trataba de ayudarla con un dedo, presionando con la fuerza justa, ni mucha ni poca. Y había ocasiones en que sus tres intentos predeterminados resultaban insuficientes. Entonces, se apagaba con el objetivo a medio encoger, y había que volver a prenderla. El inconveniente consistía en que, cuando lo hacía, la guacha no se quedaba encendida: estiraba el zoom por completo y de inmediato buscaba cerrarse nuevamente.
La tarde fatal, como varias de las anteriores, se trababa todos los tiros, y no sólo a veces. Yo sabía que estábamos en tiempo de descuento. Sin embargo, como casi siempre que uno sabe lo que va a pasar, y aunque sepa que va a pasar pronto, cuando efectivamente sucede te agarra un poco por sorpresa.
Al encontrar una escena interesante, la saqué del bolsillo y la prendí, porque, en teoría, luego de la última foto se había retraído y se había apagado sin novedad. Pero ella procedió como si no hubiera sido así: se encendió, estiró el objetivo y, acto seguido, se apagó y trató de retraerlo. Sus tres intentos fueron vanos y mi ayuda digital (es decir, con el dedo) también fue inútil. La encendí otra vez, en el apuro que imponía esa escena urbana, seguramente irrepetible, a punto de desintegrarse.
Volvió a expandirse, volvió a tratar de cerrarse, volvió a trabarse en cada tentativa, y, mientras el semáforo cambiaba de rojo a verde y la escena quedaba capturada solo por mi memoria, mi dedo presionó con fuerza, cada vez con más fuerza, con toda la fuerza de la frustración. Las capas del zoom se retrajeron casi hasta el borde, pero sin cerrarse totalmente, y sin cerrar la pestaña que cubre la lente, y quedaron trabadas en esa posición. Dos o tres o tal vez cuatro veces la encendí en esa misma esquina expuesta, y otras tantas debí apagarla porque seguía trabada, y ya ni siquiera se expandía, pese a que lo intentaba.
La frustración y la certeza de que había llegado su final me hicieron golpearla contra una pared donde me apoyaba. Pero le pegué a una chapa medio floja que la cubría, y el golpe, entonces, no fue seco ni contundente, diría que ni fue un golpe. La guardé en el bolsillo, porque al haberse retraído casi por completo, cabía perfectamente allí, como si estuviera cerrada, e inicié el regreso. Un par de cuadras más adelante, probé de nuevo, al abrigo de unos policías que daban cierta sensación de seguridad en ese cruce multitudinario. Y otra vez fracasé.
En casa lo intenté dos o tres veces más, y por intento entiendo cada serie de tres o cuatro o cinco prender y apagar en vano. Apenas llegué, y más entrada la noche, y quizá otra vez más después de cenar. Una de esas veces le pasé cuidadosamente la punta de una aguja por cada una de las partes que se superponen y que no sé cómo se llaman, por si la presencia de algún mínimo objeto entorpecía su movimiento. Lo había hecho cuando comenzó a trabarse, y creo recordar que la alivió un poco, pero esta vez no funcionó. Incluso se me ocurrió buscar en Internet, y los tutoriales que encontré en Youtube fueron tan insufribles como improductivos.
Ya está. Ya fue. Qué le vamos a hacer. Cuando la compré, no sabía de su menos que mediocre calidad, pero sí tenía claro que no iba a durar demasiado: que más o menos pronto se iba a romper o me la iban a robar. Pasó lo primero. Listo.
Sin embargo, antes de irme a dormir, la ansiedad y la inquietud vencieron, y volví a probar, tratando de ayudarla con la mano a extenderse, casi como con fórceps. Había quedado muy al ras, y se hacía difícil la manipulación con el borde de los dedos porque apenas quedaba espacio de donde agarrar. Después de algunos intentos, conseguí que se extendiera un poco. Ya era más fácil de manipular, así que seguí prendiendo y apagando, hasta que se desplegó por completo.
Ahora faltaba que se apagara correctamente. Acompañándola con el dedo, lo logré en el primer intento. Y la paz que me sobrevino fue reveladora. En realidad, era lo mismo si quedaba abierta o cerrada porque estaba muerta. O casi. Como mucho, cerrarla habilitaba la posibilidad de sacar unas pocas fotos más. De hecho, podría haberla tirado a la basura en ese mismo momento, luego de cualquiera de los intentos infructuosos. O podría tirarla ahora mismo, cuando ya sé que algo se dañó en el forcejeo porque las fotos que saqué después salieron mal, zarpadas de luz y con círculos-no-circulares concéntricos parecidos a una huella digital.
No importa si no la voy a poder usar más, si perdí la única cosa que me daba ganas de salir a la calle a veces. No sé cuándo voy a tener otra, y tampoco sé si quiero tener otra, porque me permitiría seguir dándole más tiempo del que me parece razonable a un hobby, a un pasatiempo con el que ocupo demasiado tiempo.
Alcanza con ese logro, que tuvo algo poderoso, no tan divertido como la imagen de alguien maldiciendo por no tener las uñas largas mientras trata de estirar un zoom, pero algo tremendamente poderoso e iluminador; algo que intuía hace tiempo y que este hecho confirma: las cosas necesitan un final.
Ojalá pudiera cerrar todas las cosas que llevan años abiertas. Algunas, aunque sea.

Outside


No tengo MP3 (el que me regalaron se rompió hace rato)

Tampoco tengo celular. Entonces, la música suena en el aire. O en la cabeza.
Kanishka, de Los Brujos, en Santa Fe al tres mil y pico, yendo al hipódromo. O viniendo. Mientras Déborah De Corral asombraba desde los afiches de su primera tapa de Gente.
Mother of Earth, de los Gun Club. En el 160 por Pavón o en el 11 por Alsina. Un casete, un walkman, alguna noche de 1986. Una vida que no viví.
I've changed, de Fenton Robinson, en Corrientes casi Medrano, donde había una disquería, en el tiempo en que nos comprábamos discos. De blues. (Pero no lo compré: me llevé "Alone & Acoustic", de Buddy Guy y Junior Wells, 22 pe = 22 dólares).
Irresponsables, Babasónicos. Con Ayrlín, en una habitación del pasillito, la última vez que alguien me tomó la cara con las dos manos.
Palo, Río Reconquista, debajo de la bola de espejos del Caff. Miré hacia mi derecha y había alguien. Conmigo. Y tomó otro sentido eso de que "se empieza a ver cielo celeste detrás de las nubes grises". (Esa noche fue tan prometedora que no se imprimió en la memoria con la estridencia puntiaguda del papelón el momento en que me di vuelta y con un ademán descontrolado les tiré la botella de cerveza a los tres chabones que compartían la mesa con nosotros… Oh, esos lugares de mierda donde hay que compartir la mesa –oh, sus sillas semidesfondadas–; oh, esa supina torpeza tan mía y mi falta de reflejos para decirles "te la pago").
Lo artesanal (¡sí!, Viejas Locas por acá). Cualquier mediodía volviendo de la fuckultad, una pared escrita con liquid paper a la vuelta de la aceitera, mucho antes de que existiera el Konex, de que esa calle se transformara en un camino para ir al Konex. (Pero generalmente no para venir).
La de Rocky, la original, la de Bill Conti, en un taxi, una noche de hace décadas. Un niño fascinado con esa música desconocida, mientras Caffarelli relataba por Rivadavia una pelea de Palito Magallanes y decía una de sus frases memorables: "Le sacude la cabeza como el badajo de una campana". Comentaba García Blanco, y Walter Nelson hacía algunos rounds de la de semifondo.
No es conveniente, de Sué Mon Mont, todo el tiempo, en cada calle.

Estos recuerdos son muy Olga

Apenas te distingo, fragmentario
de tan lejano y tan pequeño.
Un poco de memoria y otro poco de sueño
te ven reconstruyendo en un plano arbitrario.

La casa amplia tenía
rejas en las ventanas y la luna tras ellas.
Después la galería
y un tapial erizado con vidrios de botellas.

Una tarde llovió con sol. Qué vieja y nueva
esa lluvia de otro, y con cuanta alegría
cantaba yo: “Que llueva, la vieja está en la cueva”.
Así sigue lloviendo en mi alma todavía.

Fuera del pueblo, en casa de una vieja.
Una pala de sacar pan. Un horno. Otro chico. Algún juego.
La vieja que pitaba un cigarro de chala.
Recuerdo bien la mano, el cigarro y el fuego.

¿Y algo más? Una fiesta junto a un río.
La gente alegre, el viento a toda orquesta.
Debió ser una fiesta muy triste aquella fiesta
pues mi madre se puso a llorar de repente.

(Un pañuelo de seda, cuadriculado, el río,
mucha gente en el aire y un sol amarillento
coches. Gente cantando. Y nada más. Dios mío,
y nada más que el sol, las lágrimas y el viento).

Ah para siempre inmóviles recuerdos tan remotos
que no sé si son míos, si ciertos o de fiebre.
Tengo miedo al tocarlos porque están casi rotos
que éste se me deforme y el otro se me quiebre.

(“San José de la Esquina” * Ezequiel Martínez Estrada)