lunes, 31 de mayo de 2010

Lavavajilla

El lavavajilla es el electrodoméstico menos considerado. Cualquiera que esté en condiciones preferirá comprarse el lavarropas, el microondas, la heladera de tres freezers, el home theatre, el plasma de 42 HD full con GPS. Preferirá el celular de una luca, la cámara de dos lucas, la compu de tres lucas…
Prefieren todo eso, una cosa de esas, a evitar el trabajo de lavar y secar los platos. Y fuentes y ollas, que son más engorrosas de limpiar.
Las cocinas de los departamentos nuevos, que buscan maximizar el escaso espacio que suelen tener preasignando un lugar para cada aparato, no dejan un rincón para el lavavajilla. Ni tienen una cañería ad hoc, como la que espera al lavarropas. Los desarrolladores y los arquitectos dirán que se trata de un gasto superfluo habida cuenta de la poca cantidad de gente que tiene lavavajilla. Y tal vez tengan razón.
La pregunta, entonces, es por qué no tiene éxito ese electrodoméstico. Las posibles respuestas incluyen la naturalización del hecho de lavar los platos, una forma de control social, la petrificación de un sustrato religioso que concluye en la idea de un castigo inseparable del placer de comer, o, en los casos de familias adineradas, el desinterés de los empleadores porque para eso está la servidumbre: para limpiar.
El esfuerzo y la humillación de lavar la ropa a mano han quedado en la prehistoria. Tal vez por inadmisible, tal vez por lo imperfecto del resultado. En cambio, los de lavar los platos siguen vigentes, desde la frase-insulto “andá a lavar los platos” hasta la no masificación del lavavajilla.
Yo no tengo nada de la lista del comienzo. Y tampoco tengo lavavajilla. Entonces como de la olla, o de la asadera, para tener menos cosas que lavar. Y que secar. Porque si dejás que se evapore el agua, quedan las marcas de las gotas, estiradas hacia el borde, sensibles al tacto, y detesto cuando pasa eso. Y más detesto cuando el repasador no seca, y alguien los guarda aún húmedos…

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