jueves, 29 de julio de 2010

Promotora

En Yerbal y la cortada, una de las baqueteadas trolas dominicanas que esperaban clientes más bien inimaginables me sacó la ficha con una mirada. Las putas conocen mucha gente, y en situaciones de intimidad, lo cual las hace ser especialmente perspicaces ante ciertos hechos y comportamientos. Como el gato fulero que me comí (que no pude comerme) la otra vez, que me dijo: “Sos tranquilo. Cuando te escuché por el portero eléctrico me di cuenta de que eras tranquilo”.
Esta notó mi andar cansado, casi arrastrado, pero más compuesto que el que tenía cuando crucé por donde dobla el 44, que ahí estaba para volverme a casa en taxi. Y con tono caribeño me propuso “levantar los ánimos”. Me cagué de risa, y no encontré una respuesta rápida. Igual, mucho no importaba: todo era tan fugaz e interesado como una trola (como una trola extranjera y callejera), y procurar la continuidad de la comunicación explicándole mi realidad y el porqué del cansancio y de la carcajada habría sido un descuelgue.
Después volví a Rivadavia. En la vereda de Ribeiro una promotora rubia entorpecía el paso entregando la revista con las ofertas. Siempre que me tratan amablemente, con la efímera amabilidad que puede existir en esas ocasiones, recuerdo el capítulo de los Simpson en el que Homero está en una exposición de autos, llena un cupón para ganarse un coche y, cuando lo pone en la urna, le dice a la promotora: “¿Usted viene con el auto?”. Y la mina le dice: “¡Gracioso!”, o algo así. Al toque pasa otro tipo por el stand, llena el cupón y, cuando lo pone en la urna, le dice a la promotora: “¿Usted viene con el auto?”. Y la mina le dice lo mismo que le dijo a Homero, con el mismo tono y la misma sonrisa.
Había demasiada gente, y sus pasos, motorizados por la electricidad del consumo o distraídos por el relax postorgásmico que surge al abandonar la caja, abrían y cerraban el camino como un semáforo manejado por un niño. Entre los avances y las frenadas y los cambios de dirección, pasé al lado de ella sin buscarlo. Estaba vestida con un uniforme tipo jogging, y con el brazo flexionado apretaba las revistas contra su pecho. Las miradas se encontraron cuando estiró el otro brazo para darme una revista, se sucedieron los “gracias”, y, al agarrarla justo por donde ella la había estado sosteniendo, sentí el calor de su mano en el papel e improvisamente dejé de ser un espectro pedestre y me convertí en persona.
Me dio algo que no le dio a nadie. O, si se lo dio, algo en lo que nadie reparó. O, si repararon, algo que no resonó en nadie como en mí. Me lo dio sin saberlo, supongo, y escribirlo me hace pensar en eso, y notar que nunca lo sabré. Y sé bien que a veces eligen no darme ni un folleto, que retienen el brazo esperando a alguien con más pinta de consumidor.
Me dio algo que no suelo tener, y me lo dio sin que se lo pidiera, como parte de una naturalidad que no es. La misma fugacidad inesperada me resulta propia de esa naturalidad, donde no da preocuparse por lo que no hay o no sale porque estamos en un continuo en el que inexorable, casi inmediatamente, va a ocurrir.
Su calor ya se había disipado cuando se me cayó, llegando a la esquina. Quise acomodar la revista bajo el brazo cuya mano descansaba en el bolsillo, y se fue al agua del cordón. Ahí me agarró el semáforo. Mientras esperaba, me di vuelta y me quedé mirándola entre la incesante muchedumbre que la ocultaba intermitentemente. Ya era un recuerdo –que dura un año–.
En los kilómetros del regreso, flasheé con volver el sábado que viene a la misma hora: si está, y si se repite la percepción de conexión, la encaro, le digo algo. Pero se me pasó rápido… Todavía conservo la posibilidad de rescatarme de los delirios que se me ocurren. Me gusta eso de mí. Me alivia. Y me evita más cascotazos.
El sábado siguiente me sentía bien, uno de esos días en los que puedo decir que descansé, por más que haya dormido mal y me haya(n) despertado siete u ocho veces. Me sentía bien y no tenía una verga que hacer. Al fin y al cabo, esos días también son una garcha: si estás arruinado por el mal descanso, está todo mal porque no podés hacer nada aunque quieras; y si descansaste, está todo mal porque tampoco podés hacer nada aunque quieras, porque no hay nada que hacer.
Salí a caminar, y llegué a Flores. No sé cuánto de conciencia hubo en la elección del destino, pero en Rivadavia era inevitable que me acordara de ella. Y empecé a buscar el local de Ribeiro. No lo reconocí fácilmente. Es más: me surgieron dudas sobre si era Ribeiro. Como sea, seguro que recorrí de nuevo esa vereda. La mina no estaba, claro. Ya había pasado el Día del Padre, hasta agosto no son necesarias las promotoras.
El calor vital, en cambio, siempre es necesario; incluso el de unas manos frías si son afines. Y lo busco como puedo, como sea, como sé, metiendo las manos en los bolsillos ajenos si es el caso.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

pajero ensima

Nico dijo...

Mejor que no la volviste a ver y te quedaste con esa sensacion sublime... porque tristemente lo mas probable fuera que no hubiera nada por dentro.

maru dijo...

La próxima, contale a la trola tu realidad; si no te da bola, no importa, al menos lo intentaste.