martes, 7 de agosto de 2018

La vecina de la vuelta

En mi niñez y mi adolescencia, tan horribles como lejanas, había una chica que vivía literalmente a la vuelta de casa. Era menor que yo, creo que dos años menor, y tuvo un despertar bastante precoz a la sexualidad compartida y al consumo de sustancias.
No quiero perder las formas en la descripción, pero era un poco gordita, aunque tal vez ese recuerdo sea más de cuando era una nena y no de cuando creció. Lo que quiero decir es que nunca me gustó. A mí siempre me gustaron las inalcanzables. Inalcanzables sobre todo por la edad, fueran, en aquel tiempo, mayores, o sean, en este tiempo, sub-30. Caramba, ahora mismo caigo en que también ella fue inalcanzable: que no me preocupara su inalcanzabilidad no la suprime.
Vivía con la abuela paterna, que habrá enviudado por aquellos años. Su madre era una ausencia, pero viva. Creo que la había abandonado, o, como dijo Rodrigo, voló, voló. El padre era una ausencia que se interrumpía una vez por semana, cuando venía a visitarla y la vieja le pasaba el parte de todas las veces que Adriana se había portado mal. La repetida consecuencia era una paliza. Esto, como casi todo lo que puedo decir acá, no lo sé porque ella me lo haya contado, sino porque se lo escuché a mi madre.
La piba habrá conocido a alguien, empezó a tomar pastis, tal vez a mezclar, y pronto quedó embarazada. Quizá a los 14. No sé si el novio con el que venía a casa a veces, aquel flaco alto de rulos, fue el primero, pero fue el padre de la criatura. Tampoco sé por qué empezó a venir con cierta frecuencia en esa época.
Una de esas veces mi incapacidad para la comunicación hizo que me quedara en la cocina mientras ellos estaban en el living. No sé cómo se dio ese reparto espacial –supongo que mi madre habría salido a comprar algo–, pero me resultó totalmente insalvable. ¿Viste cuando sos consciente de que está sucediendo algo absurdo, pero no tenés recursos para atravesarlo? Bueno, eso. Largos minutos así.
La verdad, no sé cuánto tiempo. Hasta que en un momento, y tampoco sé por qué, salí de la cocina. Ellos estaban transando mal en un sillón: estaban literalmente encimados. Ni se me ocurrió pensar que podían estar garchando: de esa posibilidad me di cuenta años más tarde. La escasa información que manejaba por entonces no incluía que se podía coger sin desnudarse. Igual, no recuerdo haber visto nada de piel ni ningún movimiento brusco que tratara de cubrir algo, así que supongo que la interrupción no fue tan grave.
La memoria es selectiva y no registra cómo prosiguió el diálogo tras mi inoportuna aparición (tras ese esfuerzo de mi parte, digámoslo también). Solo retiene, y necesita decir, aunque no encuentre dónde meter este párrafo, que usé como excusa a uno de mis cobayos, que estaba muy enfermo. "Me quedé cuidándolo", habré dicho.
No sé cuán a menudo venía, pero tengo varios recuerdos que la incluyen. Por ejemplo, cuando me trajo, no sé si como préstamo o como regalo, o meramente en comodato, un par de tomos encuadernados de El Gráfico de la década del 20 que eran de su abuelo. Todavía los tengo. Si los querés, te los devuelvo. Pero apurate, porque algún día voy a terminar vendiéndolos…
Otra vez, cuando su embarazo era evidente. Tengo foto mental de ella sentada en esta misma cama donde escribo, disculpándose por la postura un poco indecorosa que le imponía su panza. Esa noche u otra escuchamos un disco de Sui que tenía "El fantasma de Canterville", algún casete de Zeppelin que trajo ella –y que no me gustó, porque a mí me gusta Purple–, algún programa de radio que pretendía ser humorístico pero que no siempre lo lograba y que por algún motivo incierto yo solía grabar.
Pronto se peleó con el novio, no sé si antes o después del nacimiento del bebé. Pronto empezó a salir con otro chabón, más grande, que militaba con el tío en algún comité alfonsinista. Pronto quedó nuevamente embarazada. Datos que quedan al pedo en la memoria, recuerdo nombre y apellido de este chabón. Ahora que lo googleo me entero de que no era tan grande como yo lo veía entonces: tiene apenas cuatro años más que yo.
Él también vino a casa algunas veces. Una tarde estaba molesto por cómo se vestía Adriana. Hablaba con mi vieja y le explicaba su lógica, que tal vez no haya estado alejada de la realidad, pero que me sigue resultando tan inolvidable como excéntrica, tan inolvidable por lo excéntrica. Decía que no es lo mismo usar un vestido que usar el mismo vestido con un cinturón: si usás cinturón, querés guerra.
Como suele ocurrir en las relaciones vecinales, de golpe surgió la distancia. No sé si por influencia del novio nuevo o por qué razón. Igual, supe que el militante le dio su apellido al pibe del otro. No fue gratis: el reconocimiento vino con un hijo propio. Menos de dos años después, nació la criatura. 16 años, dos pibes. El futuro parece no ser muy prometedor.
De nuevo interviene el relato de mi madre: esta vez avanza en el tiempo y cuenta que se había encontrado con el padre del primer pibe, que iba a la vereda de enfrente del jardín de infantes a mirar a su hijo de lejos porque ella no se lo dejaba ver.
Ya en este siglo, coincidí en un sitio de internet sobre algún hobby que tengo con un usuario que tenía ese apellido y que solía mencionar el barrio, el colectivo que pasa por la esquina, etcétera. No sé si me acordaba el nombre o el apellido, o ambos, o si esas frecuentes referencias me conectaron las neuronas justas e hicieron que me preguntara ¿será el hijo de Adriana?
La sociabilidad sigue sin ser lo mío y, aparte, ¿cómo le sacaba el tema? No daba decirle que conocía a la madre de aquel tiempo inestable y revivir en ellos una historia de la cual no sé qué versión tiene. No daba decirle "a tu vieja la conozco de cuando la preñaban a cada rato y a tu viejo…, bueno, no sé quién es tu viejo, pero también lo conozco". Y, sobre todo, no daba decir quién soy y revivir mi pasado en el recuerdo de otros (ni revivir mi presente en la mirada de otros).
Entonces, di por sentado que sí, que era él, pero nunca le pregunté. Tampoco lo googleé.
Aquella página cerró, a Ezequiel no lo volví a encontrar en los sitios sobre el tema por los que nos dispersamos. Todo quedó en un recuerdo que se fue diluyendo.
Hasta ayer, cuando paso por un sitio similar, por el Facebook donde el sorete al que le compré algunas fotos las publica sin marca de agua, para desvalorizarlas, y veo que el pibe este dejó un comentario. Se despertó el recuerdo, que comenzó a encadenarse con otros, y en el aburrimiento y la pachorra del frío del domingo, en el cual no salí de la cama, empecé a stalkear.
Y sí, es el hijo, es la madre, el segundo embarazo tuvo por resultado una nena, y no un nene, como había quedado en algún lugar de mi memoria. Ezequiel, lo confirmo ahora, es el hijo del flaco de rulos, es el pibe al que conocí en la panza de su madre.
Cuando la búsqueda me lleva al Face de Adriana, en su biografía resalta que laburó varios años como analista de riesgo crediticio de una conocida tarjeta de crédito. Desde que terminó el colegio, en una nocturna, unos años después de que yo hiciera lo propio, se suceden varios estudios terciarios y semejante empleo.
Me alegro por ella. No mucho, en realidad. Ni fu ni fa, casi. No porque tenga algo en su contra: no me hizo nada como para que le desee el mal, a diferencia de otra gente de aquel tiempo. Pero prevalece el contraste con lo que soy, con estas decenas de años perdidas en enfermedades sin diagnóstico, mal descanso, mentiras y vacío.
Todos esos años en los que vos hiciste cosas, yo esperé un futuro que nunca llegó: lo que busqué no se dio, la energía la puse en el lugar equivocado y seguramente hice mal lo poco que se me ocurrió hacer. Y un día me di cuenta de que es muy tarde. El cuerpo es el que me lo dice de modo más lapidario. Porque los demás siempre dijeron lo mismo: no.
Algo sucedió –fue el azar, el destino, la mera esencia (la energía que somos, según César Millán), no sé qué, eso que a mí no me toca, que me es ajeno–, se te ordenó el contexto, se te alinearon las neuronas, estuvieron cerca las personas apropiadas, el cuerpo te respondió, "tuviste voluntad". Y algo hiciste. Algo podés poner en tu biografía de FB, algo en tu currículum. Algo podés responder cuando te preguntan "¿qué hacés?". (Algo podés ver de vos cuando te vas a dormir o cuando te mirás al espejo).
Yo, en cambio, hace días que no salgo de la cama, que no me miro al espejo, que no hablo con (casi) nadie (y hay días en que el "casi" sobra: literalmente). No es depresión: es frío y nada que hacer. Y aunque tenga algunos recursos más a que a mis 15 años y pueda interactuar un poco, quizá no sean más que un idioma aprendido por fonética. Quizá nunca dejé de ser aquella persona, confinada por una falla irremediable de la comunicación en la cocina de mi casa, nombrando como excusa a un cobayo moribundo, consciente de las cosas, pero incapaz de remediarlas.

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