jueves, 2 de septiembre de 2021

Recuerdos de la fuck (IX)

No sé qué trámite tenía que hacer en la facultad después de terminar el CBC. Lo que recuerdo es haber ido una tarde-noche, seguramente después de trabajar, a averiguar cómo era el asunto, en qué horarios, etcétera. La persona a la que le pregunté, supongo que en alguna ventanilla de atención al público –no creo haber tenido el arrojo de hablarle a cualquiera que pasaba por ahí para preguntarle–, me dijo que hablara con Rodrigo, que era el presidente del Centro de Estudiantes, que estaba “ahí, bajando la escalera”.
Seguí su indicación y antes del pisar el último peldaño lo vi a Rodri (?), que estaba sentado a una mesa jugando a las cartas con algunos compañeros. La imagen, que puede estar deteriorada por el paso del tiempo, muestra un lugar oscuro y el color azul de un cajón de Quilmes. El presidente interrumpió su partida y amablemente me dijo que ese trámite había que hacerlo en Ciudad, pabellón tres, ya tú sabes. Qué considerado el capo de tutti i capi dedicándole atención a newbies como yo, pensé mientras volvía a casa…
Había que levantarse más temprano, cruzar toda la ciudad hasta Ciudad y después volver rápido a mi trabajo, a donde tenía que llegar antes de las dos de la tarde. El viaje de ida se hizo largo y cuando por fin el colectivo pasó el hipódromo pensé “ya está, en un toque llegamos”. Pero no. Todavía faltaba un trecho que se hizo tan largo que aún me acuerdo. Una vez en el destino fui preguntando y rebotando por lugares hasta que me dieron la inapelable noticia: “Acá no es, es en la facultad”. No puede ser, si Rodrigo me dijo… Nop. Es allá.
El 37 también tardó más de lo pensado y llegué tarde a mi laburo, donde me recibieron con una marcada cara de ojete gracias al pelotudo de Rodrigo Cortés, que ahora forma parte del Consejo Directivo de la fuckultad. Y nunca sabré si fue una equivocación suya o una forma deliberada de hacerme pagar un derecho de piso convirtiéndome en alguien de quien podían reírse un rato, entre mano y mano del truco, al cagarle una mañana.
No recuerdo cómo averigüé la posta sobre el lugar del trámite. Escribiendo esto me viene la imagen de una tarde en mi trabajo, aprovechando que no había nadie para llamar por teléfono a la fuck y preguntar: un diálogo que incluyó los sintagmas “secretaría académica” y “secretaría de alumnos”. Tal vez haya sido así, entonces, como obtuve el dato cierto. Y si fue así, ¿por qué mierda no llamé por teléfono antes? No sé, pasaron muchos años, tal vez no haya sido exactamente así, tal vez sí y simplemente no se me ocurrió. Andá a saber.
Fui otra mañana, cerca del mediodía, quizá para empalmar con el viaje al laburo, que esta vez no quedaba tan lejos. Encontré el lugar, junto a la misma escalera, pero ahora había que subir, no bajar. Todos en silencio y sin poder mitigar el aburrimiento con facilidad, porque estoy hablando de una época en la que no había celulares con pantalla, seríamos una decena los que esperábamos, aunque nadie atendía. Con el correr de los minutos, alguien dijo que había asamblea de trabajadores y que por eso no estaban atendiendo, pero que en un rato tal vez comenzaran a hacerlo.
Todos en silencio, salvo dos personas, un chabón y una mina, que no eran recién egresados del colegio, no tenían 18 o 19, sino algunos –pocos– más. Él laburaba en medios y creo que ella también, o al menos pretendía, y hablaban de eso, pero la charla en realidad era un juego de seducción donde el macho alfa le contaba que trabajaba en una productora, haciendo entrevistas, y que era tan capo que las preguntas a una sola persona le servían para dos o tres programas sobre diferentes temas, cosas así.
En un momento me asomé a la ventanilla buscando alguna señal que me revelara si era posible que nos atendieran pronto. No la encontré. En cambio, vi sobre el mostrador una pila de papeles que me parecieron que podían ser los que teníamos que completar para el trámite. Traté de pasar la mano por debajo del vidrio para alcanzarlos y, llegado el caso, repartirlos entre quienes esperábamos, de modo que pudiéramos ganar tiempo, pero no lo logré. Entonces habrá habido algún contacto visual con alguien, tal vez con este chabón, comenté mi intento, y el pelotudo me respondió agresiva y/o descalificadoramente. No recuerdo las palabras, aunque sí, con toda nitidez, la sensación de mierda que sucede cuando te zampan una agresión descolgada. No sé si logré responderle algo, pero, si pude, seguro no fue lo que habría querido: ni una explicación contundente que lo dejara en offside ni una buena puteada.
Tampoco me acuerdo de cómo siguió el asunto, si finalmente nos atendieron ese día o si tuvimos que volver otra vez. Tampoco si llegué a tiempo a mi laburo. Sólo quedan la imperecedera energía de mierda del anónimo sorete ese y la anécdota de que reconocí de toque a una de las empleadas porque la señora esta a veces iba al lugar donde yo laburaba. Y lo más claro, que aparece tratando de encontrar un final para este post. Es mi insistencia –obcecada, absurda, ajena– en querer entrar a ese lugar que todo el tiempo me estaba advirtiendo: “Salí de acá, Maravilla”.

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