lunes, 19 de septiembre de 2011

NJ

Mi condición de cibernauta, es decir, de viajero de los cybers, suele llevarme a lugares inhóspitos. Otras veces, apenas son desconocidos. Algo así pasó hace dos años, cuando, al salir del cyber al que había ido, empecé a caminar al garete y llegué a Deán Funes y Caseros.
En la esquina esa vi a una persona, y en cuanto la vi reconocí a mi profesora de Castellano del secundario. (Tuve más de una profesora de Castellano y tuve más de un secundario, pero NJ es mi profesora de Castellano del secundario). La acompañaba otra mina, y, luego de doblar, se detuvieron ante la vidriera de una joyería. Me puse a observarlas desde lejos, tratando de confirmar la primera impresión para asegurarme de que fuera ella, para no hacer el papelón de interpelar a alguien en la calle preguntándole si es, y que finalmente no sea.
Unos pocos días antes había estado hablando de NJ. Era la primera charla, telefónica, que tenía con una persona, y, ya no recuerdo a raíz de qué, me puse a hablar de mi profesora de Castellano del secundario. Y la nombré, del modo que a veces nombro a alguna gente, como si quisiera que el aire que desplazan mis cuerdas vocales llegara hasta ellxs, a través del espacio o del tiempo, y les hiciera saber que no lxs olvidé.
Cuando terminaron de mirar la vidriera, encararon para la esquina. Me acerqué desde el teléfono público que había tomado como atalaya, y el semáforo, al ponerse en rojo, me permitió alcanzarlas cómodamente. Quedamos alineados, un paso o dos sobre la calzada: ella a la izquierda, su compañera en el medio y yo a la derecha. Era tan simple como girar la cabeza con la excusa de ver si dejaban de pasar los autos y los colectivos que tenían luz verde, y que las miradas se encontrasen, y entonces fingir sorpresa y decirle: “Disculpame… ¿Es posible que vos hayas sido mi profesora de Castellano de primer año del secundario?”.
Decirle eso y aclararle de movida que tenía un buen recuerdo de ella, porque, en estos tiempos de alumnos violentos, uno nunca sabe… Y contarle que pocos días atrás la había mencionado en una charla con alguien a quien nunca había visto, que siempre la recuerdo cuando recuerdo mi experiencia colegial, que me acuerdo de que a la tercera o cuarta clase notó algo en mí, algo que no era mi look, y me llamó aparte y me preguntó si leía mucho, y yo le dije la verdad: “Nop. Leo El Gráfico…”. Porque, pese a lo que aún cree la mayoría de los que me conocen, nunca leí mucho. A los 12 leía El Gráfico, no leía “Las tumbas” ni libros apropiados para púberes o adolescentes. Y a los 20 lo mismo.
Y también de cuando estaba en segundo año y escribí en el horario pegado en la puerta del aula de primero: “Profesora J, la extrañamos”. Un plural falso, claro. Un plural que debía ser singular porque de todos mis compañeros el único que la reivindicaba era yo. Por semanas o meses nadie debe de haber reparado en eso, tan a la vista como la carta de Poe, hasta que un día lo leyó, o alguien le contó, y supo fácilmente quién lo había escrito. Y una vez que nos cruzamos en un recreo me hizo una referencia elíptica y sonriente al mensaje aquel.
O de la vez que hablábamos de mis dificultades con algunos docentes, soretes que me redondeaban la nota para abajo, que me perseguían por mi aspecto, que armaban una prueba especial para mí –más difícil– así podían darse el gusto de no ponerme 10, que me pedían la carpeta para dar clase y la devolvían bastante tiempo más tarde y con hojas de menos, o que hablaban mal de la colega que les había conseguido el laburo, y, encima, mintiendo.
(Carlos Bernardo García, ese fuiste vos, pedacito de mierda, a vos te nombro porque tenés un nombre tan común que ni Google te registra, chupamedias. ¡Te vas a morir dando clases y haciendo programas para videoclubes de Lanús, mientras que A. se va de vacaciones a Montecarlo! Un cuatrimestre yo tenía un 8 y un 9, y García me dice que mi nota es 8 –porque es uno de los que nunca me puso 10, ese habrá sido su gran logro docente aquel año–. Se lo hago notar, y me dice que tengo un 9, pero que para él medio punto no era importante. “Para mí, sí”, repliqué, y allí me chorreó con toda su mala leche diciendo: “Entonces tenés un 8”).
Eso pasó poco antes de que terminara el último año. Seguramente habíamos coincidido en la salida y charlamos el trayecto hasta la parada del bondi que se tomaba, la cual me quedaba de paso. Fue una de las primeras veces que me tuteó, si no la primera, y en un momento me dijo: “Yo tengo un recuerdo tuyo en primer año: estabas vos solo por un lado protestando [una de las notas que me habían redondeado para abajo], y el resto por otro. Y yo decía: ‘Ya vas a aprender, Quijote’”.
O de la que es un highlight de mis recuerdos, esa vez que nos encontramos en la puerta, al comienzo de un recreo, cuando ella se iba a su casa y yo, a dar una vuelta por ahí. En esa época, los adolescentes tardíos que éramos estábamos casi todos peleados, y el único chabón con el que compartía los recreos –y una cerveza en el bar de la esquina– seguramente habría faltado, y no daba clavarme una Imperial yo solo y después volver a clase. Entonces, como en los primeros meses de primer año, mataba el tiempo caminando por el barrio.
Nos pusimos a hablar, y la charla continuó las dos o tres cuadras que había hasta la parada del colectivo y el tiempo que tardó en venir el 6. Cuando lo veo acercarse, azul, negro y amarillo, como era entonces, le aviso y me preparo para terminar la conversa, para saludarla, para despedirme. Ella no se hace cargo: aunque la charla no era en absoluto impostergable, sigue hablando y lo deja pasar.
Alguna vez la había visto tomarse el 50, y pensé que ese era el bondi que iba a tomarse esa noche. Pero llegó un 50 y también lo dejó ir. Lo mismo con el próximo 6… La charla continuó, y paulatinamente dejé de prestarles tanta atención a los colectivos que pasaban. Hasta que en un momento, inesperado e inexplicable mientras sucedía, tomó la iniciativa de la despedida (¿será posible que no estuviera de frente al tránsito, sino de espaldas o, como mucho, de costado?) y se subió a un 6 que se había detenido allí…
Crucé la calle para volver al colegio, miré la hora, y eran menos veinte. Era la hora en que terminaba el recreo. N me había bancado los veinte minutos. Se dio cuenta de mi situación y, sin darlo a entender nunca, sin mirar el reloj ni una vez, manejando el tiempo con el cronómetro mental que dan años de docencia, se quedó conmigo todo el recreo.
O podría poner el recuerdo estrictamente en lo profesional y decir que con ella entendí el análisis sintáctico y las clases de palabras, o que no era unx de esxs profesorxs que apostaban por la mediocridad para tratar de disimular su propia mediocridad e incompetencia, o su resentimiento.
Algo de todo esto le podría haber dicho, lo que me hubiera venido a la cabeza en ese minuto. Pero no lo hice. No sé qué me paralizó, pero no pude hacerlo. Oí que le hablaba de un “flaco” a su compañera, y quizá haya dicho la palabra “alumno”. De esta última no estoy seguro, y tampoco sé si el flaco era yo, si me reconoció y tampoco dijo nada.
Vi que su destino era el cajero del banco de la esquina, en cuya entrada vivía un linyera, doblé por la avenida y seguí un rumbo que no era tal. Un par de cuadras después, me rescaté y decidí volver sobre mis pasos, y hasta corrí, a ver si la encontraba, lo cual, lógicamente, no sucedió.
Algo le dije en su momento, al menos. Cuando terminó la última evaluación, entregué la hoja y le dije a esa profesora, la de Historia, que sin ella no sé si habría sido imposible que yo terminara el colegio, pero que sin duda fue mucho mejor habérmela cruzado en el camino. Y fui al aula donde estaba N y le dije lo mismo. Porque ellas dos, y también la profesora de Computación, ayudaron a hacer menos hostil ese tránsito, y su reconocimiento y su valoración fueron fundamentales.
N, un poco conmovida, me contestó algo así como que no esperaba que le dijera eso, y durante la breve charla pensé en pedirle el teléfono, en tirar una para continuar en contacto porque eso era lo que buscaba una vez que me di cuenta de que terminar el colegio era no sólo posible, sino cuestión de tiempo. Construir relaciones que trascendieran ese ámbito, eso quería. No lo logré. La conversación se fue endureciendo sin ir para ese lado, y me pareció que ni daba mencionar el tema. Ella tampoco dijo nada al respecto, onda que “gracias, pero muere acá, ¡obviamente!”.
Igual, no era la última vez que íbamos a vernos. Quedaba el acto de fin de curso. Esa noche yo estuve muy pendiente de la profesora de Historia, que eligió mostrarse deliberadamente distante, como casi todo el último año, cuando ya había quedado lejos la época en que me dio su teléfono y me invitaba a su casa. Pendiente y fastidioso y frustrado porque hasta parecía disfrutar su exhibición de frialdad, y porque de nuevo se terminaba el tiempo y era evidente que no iba a haber nada más allá.
N notó mi excesiva inquietud, y algo dijo, algo que no recuerdo textualmente, pero que registré de inmediato. Como también tengo pleno registro, por ejemplo, de que no le cayó nada bien el comentario que hice luego del dictado de la primera clase, el cual entregué “perfecto”, según dijo. A lo que repliqué: “Por supuesto” ;D
Seguramente fue antes de esa rispidez alejante que nos sacamos una foto, una de las poquísimas fotos que tengo de la última mitad de mi vida. Ahí estoy junto a ellas, exhibiendo el fucking papelito que me costó tres años conseguir. Después nos habremos despedido. Sin embargo, no recuerdo cómo. No sé si hubo un chau, o un hasta siempre, que en ese entonces –lo sabía– significaba hasta nunca y que en esta época puede haber cambiado su significado por un “hasta Facebook”. No sé si hubo alguna palabra, o un beso, como el que creo que nos dimos cuando fui a hablarle al aula. Ahí falta algo en la memoria, y tal vez haya faltado algo esa noche, o quizá la ausencia viniera de antes y fuese no saber qué hacer o cómo proceder en la despedida.
Sólo pude reconocer un motivo de mi silencio, el mínimo porcentaje de incertidumbre sobre si era ella o no, pero está claro que hubo más. Tal vez sigue faltando ese saber qué hacer, y por eso no me animé a decirle ni las palabras de approach que se me habían ocurrido. Porque, tantos años después, tampoco iba a saber cómo despedirme ni por cuáles caminos no daba llevar la conversación.
Quizá prevaleció la seguridad y la perfección de este solipsismo construido de recuerdos y relatos de recuerdos, esa cuestión tan arraigada en mí de estar afuera, como espectador, contando lo que pasa, pero no lo que hago, porque no hago demasiado, salvo contar lo que no hice…
O por ahí fue la búsqueda inconsciente de la preservación del recuerdo, porque si me acuerdo de gente a la que no vi más, como N, la sensación que produce la memoria está teñida por la nostalgia, pero no pierde la sonrisa o la emoción. En cambio, al acordarme de gente con la cual la relación avanzó un poco y luego terminó estrellándose, como aquella profesora distante de la noche del acto, los buenos recuerdos quedan anegados por una avenida de neurotransmisores vinculados con la tristeza y la decepción.

martes, 30 de agosto de 2011

Días de 25 horas

Mi ritmo circadiano es un poco anómalo. Y muy incómodo, porque parece que necesitara días de 25 horas. Y, sobre todo, es inflexible, porque no puedo salirme de su dinámica.
Ponele que un día me levanto al mediodía. Y ponele que me levanto descansada. Como si todo fuese normal, o, al menos, igual que antes. Como si no tuviese la sombra ominosa de los vecinos que tengo ahora, que en cualquier momento me despiertan. Como si pudiera irme a dormir sin ella.
Me levanto al mediodía y me voy a dormir a las tres de la mañana. Durmiendo nueve horas, debería levantarme al mediodía otra vez. Pero no… No es tan sencillo. Puede pasar que tarde en dormirme –incluso si estoy cansada–, como si tuviera que procesar el día; que me despierte para hacer pis muchas veces (o que me despierte muchas veces y haga pis cada una de ellas) o incluso para cagar, que nueve horas no me alcancen para quedar cero a cero con mi sueño, que me despierte y se me ocurra algo, y me quede pensando en eso… Pero a veces no pasa nada de esto, no pasa nada que pueda reconocer, y entonces pienso que simplemente es así.
¿Consecuencia? En vez de levantarme a las doce, voy a seguir de largo, y se va a hacer la una. “Levantarme” es una forma de decir. Porque me acuerdo de la época en que iba a la facultad, que me levantaba apenas sonaba el despertador, justo después de apagarlo, y no lo puedo creer. Ocurre que muchas veces tardo en cargar, en sentirme operativa, y puede que se pase media hora, o más, y yo siga en la cama, tratando de inicializar mi sistema.
Decía que me levanto a la una. Y a la noche me voy a dormir a las cuatro. Y sí: el día siguiente me voy a levantar a las dos…
Por más que quiera levantarme antes, es imposible. Bueno, imposible, no es: puedo hacerlo. Pero es insostenible. Porque voy a vivir ese día cansada como si hubiera dormido cinco horas aunque haya dormido ocho y especialmente porque no puedo dormirme antes de la hora en que debería dormirme si no me hubiera levantado más temprano. Probé varias veces: me puse el despertador, digamos, a las doce, en vez de dormir hasta las dos. Y me acosté temprano, y cansada, a eso de la una o las dos. Pero no me dormí hasta las cinco, no me dormí hasta la hora en que me habría dormido si me hubiera levantado sin despertador.
Y para recuperar el sueño pendiente, mi cuerpo se va a imponer y me voy a levantar más tarde, casi a las cinco. Si lo intento dos o tres días seguidos, los dos o tres días me voy a dormir a la hora del orto. Y, mientras, voy a vivir la desesperante sensación que surge cuando estás en la cama, con sueño, y no te podés dormir aunque no haya ningún ruido. Cuando querés imaginar cómo te vas a quedar dormida y no se te ocurre nada. Cuando estás a punto de perder el ritmo y que el cuerpo interprete cada sueño como una siesta y no puedas dormir más de dos o tres horas sin despertarte y sin estar muchas horas hasta volver a conciliar el sueño.
Íbamos por que me levantaba a las cinco de la tarde. Difícil que me duerma antes de las siete de la mañana. A estas alturas, ya se me escapa el sol. Me despierto, lo veo a través de la persiana, y me rompe las pelotas perdérmelo. Pero es mejor seguir durmiendo. Prefiero perdérmelo y no vivir el día arruinada por no haber descansado. Aunque me vaya a dormir a las ocho de la matina. Aunque siga dando la vuelta, hasta que un día me despierte tan tarde que va a ser de madrugada.
Tiene algunas contras ese ritmo, pero se re puede vivir con él. Si no tenés que cumplir horarios, es fácilmente llevadero. Alguna vez se lo comenté a uno de los psiquiatras que tuve la mala fortuna de cruzarme en este tiempo, y el tipo me dijo que no era preocupante si yo no tenía problemas, o algo así. En cambio, el infeliz que me atendió en otro hospital público lo atribuyó a mi “rebeldía adolescente”, y ya no sé si fue él o quién el que hablaba de “ordenarse”, de “tener obligaciones”. Claro, como cuando iba a la facultad y trabajaba, que un día dormía cuatro horas y al día siguiente recuperaba durmiendo doce… Ah, cierto que ahora sería totalmente imposible, cortesía de mis vecinos, porque puedo vivir con mi ritmo, pero no con mi ritmo y mis vecinos.
(Digresión: la gente que habla con una carga ideológica tan enorme me da náuseas, la gente para la que todo se soluciona esforzándose me da náuseas y un poco de odio, la gente para la cual me quedé en la adolescencia, eludo responsabilidades y cosas así me parece una manga de idiotas. Sepan que el esfuerzo no es un valor para mí. El vecino que se levanta cinco menos cuarto de la mañana no es mejor que yo, no por eso. Me voy a esforzar si creo que el esfuerzo garpa y si me siento en condiciones de esforzarme. No por el esfuerzo como cosa sagrada, para que dios me vea y me premie, o para “hacer algo” y terminar preguntándome para qué lo estoy haciendo o palmando, como ya palmé, o sintiendo que no soy yo esa que está ahí, sino una impostora, una representación, algo así).
Lo que sí recuerdo es que el idiota aquel me recomendó dormir cuando duermen mis vecinos. Podría hablar de lo alienante que es vivir al ritmo de los demás, o ser más pragmática y decir que ¡duermen menos que yo! Y se turnan para joder: un vecino termina su reunión a las cuatro de la mañana del domingo y es tan sorete que, aunque hace frío, abre el ventanal, así todos escuchamos sus risotadas alcohólicas. El otro no se despierta, parece, pero se va a levantar a las ocho, sus hijos mayores van a empezar a correr por el departamento, y el menor, a gatear y a revolear cosas. Se van a levantar a las ocho hoy, que es domingo. Mañana, la mina va a levantar al bebé a las siete, y desde esa hora va a jugar, como todos los bebés, a arrojar cosas, mientras ella le habla y le canta cantitos de cancha con su voz agudísima. Y no quiero pensar en que la escucho ahora, que estamos en invierno y las ventanas están cerradas, porque, si lo pienso, voy a tener que pensar en cómo será cuando pinte tener la ventana abierta…
Entonces, ni mi ritmo anómalo tengo. Me lo cortan todos los días: o me cruzan el camión o es probable que lo hagan. Porque será anómalo, a veces una complicación, lo que quieras, pero una vez que lo reconocés, te vas adaptando. Una vez que lo identificaste, podés prever. Ahora está tan cortado que es un descalabro, y de 62 horas duermo 7, por ejemplo. Si bien no llego al desquicio de hace dos años, cuando para estas fechas estuve 21 días seguidos sin sentirme descansada, creo que me siento incluso peor que entonces, sea por la larga exposición al estrés, por el paso vano del tiempo y el desánimo que lo acompaña…
Me despierto la que puede ser la última vez (porque me puedo despertar seis o siete veces en una dormida, porque dormir cuatro horas seguidas es algo que ocurre una vez cada cuatro meses) y me cuesta identificar si descansé, si voy a tener un buen día, si tengo que intentar dormir una horita más, si no voy a poder dormir aunque lo intente, si se va a imponer el sueño aunque quiera levantarme. Hay que resolverlo rápido, porque si se enciende la cabeza, ya fue. Lo mismo si me levanto, porque se me hace muy difícil dormir una siesta: hasta que el cuerpo vuelva a bajar se pasa una hora. Y no hablo solo de la cabeza: me voy a levantar a mear fácil tres veces antes de poder dormir, y el tiempo se pasa, y es la hora en que llega el vecino, y cagamos. Tiempo doblemente perdido: por el cansancio y porque no pude descansar.
La verdad, me dan envidia los que pueden dormir menos, los que andan bien durmiendo menos, los que se duermen al toque, los que consuman el descanso sin tanto engorro, los que no se despiertan con los ruidos del vecino sorete o con el perro insufrible al que a veces me gustaría matar. Y también los que se levantan y pueden desarrollar muchas actividades sin estar pendientes de su cuerpo, los que salen al día sin desayunar (como yo, cuando iba a la escuela), como mi madre, que se toma un té y arranca.
Y me dan envidia los que pueden decir lo que les pasa sin tantas vueltas, porque no les pasan cosas complicadas, o porque no les importa o por lo que sea. Porque en realidad, tampoco es que necesito días de 25 horas, porque ya perdí ese ritmo, y si lo recompongo dos, tres, cinco días, muy pronto se va a romper de nuevo.
Necesito un lugar donde poder apoyar la cabeza y dormir despreocupadamente, sin pensar en el tiempo que voy a perder poniéndome los tapones en los oídos, en si se me salen –en el momento o durante el sueño–, en cómo me quedan las orejas, en que no voy a poder dormir de costado, en las posiciones absurdas que termino adoptando ¡porque no se puede dormir nueve horas en la misma posición! Esas posturas de contorsionista, a las que también ayuda el frío, me destrozan la espalda como nunca: creo que jamás tuve tanto dolor de espalda como estos días. De espalda, de piernas, de cuello…
Lo que era un paliativo, algo que servía para pasar las peores horas, se transformó en la norma: todo el tiempo con los tapones. Porque el entorno tampoco tiene una regularidad, porque el perro nuevo de al lado puede ladrar a 120 ladridos por minuto a la hora que se le canta el rabo: a las siete de la tarde, a las once de la noche, a la una y cuarto de la mañana, a las seis y veinte de la mañana…
Eso necesito: la certeza de que voy a apoyar la cabeza en la almohada (¡de costado!) y no habrá nada que me despierte: ni el perro, ni el vecino de arriba con sus pasos de gliptodonte, ni el otro vecino, que pone la música fuerte para joder; que no va a haber martillazos, ni baldazos que caigan en el patio, ni aires acondicionados que goteen, ni ruidos metálicos a las tres de la mañana, ni botelleros con parlante, ni vecinas que le quieren meter una olla en el culo y sacársela por la boca a noséquién, ni gatos en la medianera, ni taladros a las siete y veinte de la mañana de un sábado, ni el rumor de los aires acondicionados, ni los bombos de la murga del local kirchnerista (¿vieron cuántos locales K hay?: en mi barrio hay media docena, mínimo), ni vecinos arrastrando cosas en el balcón o gritándole a un bebé de un año, ni el púber de arriba desplegando a los gritos su repertorio de insultos, ni los portazos, las corridas y los saltos que son moneda corriente en su departamento. Ni gente que parece hacerme cargo a mí de la situación porque “tenés el sueño liviano”, según dicen con la ligereza del que habla desde afuera y no tiene unos niños corriendo sobre su cabeza. Ni la voluntad de estirar el día si me siento bien y quedarme despierta un rato más porque ¡hoy estoy bien!
Suspender esta deformidad, dejarla a un costado. Que no exista. Porque cada vez que me voy a dormir, me voy a dormir con ella. Y cada vez que me despierto, me despierto con ella. Y es enfermante. Y más enfermante es no poder imaginar su final. Con todo, no sería más que un comienzo: sería volver a un lugar que estaba mal, pero que permitiría ilusionarse con mejorarlo, aunque no sepa cómo; sólo porque tengo un poco de energía para intentar algo y para afrontar el error que probablemente siga al intento.
Necesito dormir bien. Y coger bien, y con el cuerpo descansado capaz que lo logro. Y que me toquen, que no sé cuánto hace que no me tocan. Y no arruinar lo que puedo llegar a tener: sostenerlo, y que sea más y mejor, y que no se rompa, como se rompieron todos mis juguetes, algunos de los cuales reaparecieron en una bolsa que ahora está acá, en el living, recordándome la estela de destrucción que fui dejando desde mi niñez y que parece no terminar. Eso y un montón de cosas más necesito.
Pero ya sería otro post. O todo este blog.

No sé qué es más triste

Visitamos lo nuestro como el viajero
que sólo usa las cosas con desapego,
que no las compromete con su olor o su historia
pues no le pertenecen, pues no le importan.

No nos decimos más que lo que es necesario.
No mezclamos la ropa ni nos rebautizamos,
y hasta dudás mi nombre cuando nos despertamos;
y hago esfuerzo en nombrarte a veces cuando nos saludamos.

Voy de paso en tu vida. Yo voy de paso.
Vas de paso en mi vida. Vos vas de paso.

Sólo hay hoy y tal vez haya un leve pasado,
un volátil futuro que ni un nombre le han dado.
Nunca habrá fotos nuestras, ni libros dedicados.
Poco recuerdo abierto, mucho olvido cerrado...

Voy de paso en tu vida. Yo voy de paso.
Vas de paso en mi vida. Vos vas de paso.

Con un paso ligero, minúsculo, liviano,
como huella de un cuervo en el aire revuelto,
un pozo fino y hondo calado en algún viento
de algún país sin nombre, sin historia, sin pueblo,
porque estamos de paso en esto nuestro.

Voy de paso en tu vida. Yo voy de paso.
Vas de paso en mi vida. Vos vas de paso.

(Gabo Ferro * "De paso")

*************

Cuando las promesas suenen a palabras,
a ilusiones vencidas,
cuando sientas en mis manos la nostalgia
de caricias perdidas,
es el momento de decir adiós.
Es el momento de decirlo...

Cuando al pensarlo parezca
"fue mentira, lo nuestro fue mentira",
y evitemos la mirada, un encuentro
que nos deje a la deriva,
es el momento de decir adiós.
Es el momento de decirlo...

Adiós.
Abracadabra de esta agonía,
puñal de dos filos
clavado en la espina.
Adiós, amor, adiós,
hasta tal vez algún día.

Cuando tu voz me suene a pasado,
a fantasía mía,
y me hieran las rosas inmóviles
de una fotografía,
es el momento de decir adiós.
Es el momento de decirlo...

Cuando caminemos tristes
en el eclipse de una casa vacía
y nos sorprenda la presencia en el suelo
de la otra valija,
será que ya nos dijimos adiós.

Será que ya nos dijimos adiós.
Abracadabra de esta agonía,
puñal de dos filos
clavado en la espina.
Adiós, amor, adiós,
hasta tal vez algún día.

(Gabo Ferro * "Adiós")

martes, 16 de agosto de 2011

El fútbol es para hombres

Cuando el año pasado Erik Lamela mostró a la prensa su pierna maltrecha y sangrante a raíz de la desaprensiva infracción que le había cometido un defensor de Godoy Cruz, el mundillo del fútbol se lo reprochó rápidamente. Las palabras más resonantes fueron las de Juan Sebastián Verón, quien declaró: “Hoy abrí las páginas de los diarios y están todavía mostrando la herida del chico este que le pegaron. Eso está mal. (…) El que sale atrás con él no puede estar levantándole el pantalón para que vean la herida. Es un juego de fricción, te pueden dar un patadón y te la tenés que bancar. (…) Que lo hagan salir al chico a mostrar la pierna, que tiene un rayón o un patadón, para dejar en evidencia, no me parece… (…) Si no, es un juego para… parecemos nenas”.
Las palabras de Verón, que aggiornan la tradicional frase “el fútbol es para los hombres”, sin embargo, no tienen que ver con el fútbol. Ni siquiera con la masculinidad. Verón está diciendo que hay que callar ante la injusticia o ante el abuso, que hay que hacer como si no pasara nada o, en todo caso, arreglárselas solx.
En esta ocasión, no se trató únicamente de una patada descomunal, ni de la liviandad con que el árbitro Beligoy sancionó al defensor, amonestándolo. Lamela reveló que durante el partido Beligoy lo amenazó con expulsarlo si mostraba la sangre que salía de su rodilla. Ante un hecho así, hay que bancársela, según Verón. Hay que pagar el derecho de piso, hay que dejarse avasallar para no parecer una nena… o para que los que tienen poder puedan seguir actuando protegidos por que no se conocen sus actos.
Si bien no es exclusivo del fútbol, en ese ámbito está muy difundida la idea de que tenés que bancarte la que te toca dentro del grupo. La más notoria de las prácticas encuadradas dentro de esa lógica es la “tradición” de rapar a los juveniles que van por primera vez a la pretemporada con los profesionales. Los pibes se la tienen que bancar, como dice Verón, y, en todo caso, si quedan con el plantel, el año siguiente podrán estar en el grupo de los que rapan a los nuevos. Un año más tarde, estos reproducirán ese comportamiento, y así sucesivamente.
Me acordaba de las declaraciones de Verón y del rechazo que me causaron a raíz de otro hecho futbolístico, el arbitraje deliberadamente parcial de $aúl Laverni en Boca Unidos-Quilmes y el intercambio de palabras que tuvo con el DT cervecero, Ricardo Caruso Lombardi, a quien mandó a “llorar al programa de Fantino” (cosa que Caruso hizo sin inconvenientes e independientemente de la sugerencia de Laverni). Laverni no desmintió el intercambio de palabras, aunque no se refirió a su contenido porque, según él –y muchos otros–, “lo que pasa en la cancha queda en la cancha”.
Obviamente, Laverni –el mismo que les dijo “bolivianos” a los jugadores de Gimnasia de Jujuy, y no precisamente como producto de una confusión geográfica– va a querer que las cosas queden en la cancha, que es donde él tiene el poder. Donde puede cobrar un gol viciado de nulidad; echar a un jugador por una agresión que no se ve en la tele y que, si existió, fue la respuesta a otra agresión, la cual –casualidad– Laverni no vio aunque estaba tan atento que no necesitó consultar al juez de línea para expulsar a Caneo; donde puede estar 22 minutos sin cobrar un foul a favor de un equipo, amonestarle jugadores por protestar y generarles fastidio e impotencia hasta exasperarlos; donde incluso puede –impunemente, porque no ha sido sancionado– sacar del bolsillo la tarjeta amarilla para amonestar a un jugador y guardarla al recordar que ya está amonestado y que debe expulsarlo si lo vuelve a amonestar.
Le conviene a Laverni que las cosas mueran en la cancha como siempre le conviene al que tiene poder que las cosas se resuelvan en su territorio, sin salirse de allí, y todos ellos tratarán de impedirlo con acciones que van desde proclamar el descrédito de quien lo hace (llorón, buchón, rompe códigos, nena) hasta, en ciertos casos, la amenaza y la coacción.
La mala reputación de quien explicita situaciones así está muy extendida en el fútbol. Algunos no sustentan su crítica en la falta de observancia de conductas sobreentendidas –esos supuestos códigos–, sino en la utilidad de la queja. “¿Qué ganas?”, preguntan. No ven que, como mínimo, lo que se gana es decirlo. Se gana la palabra. Eso se gana. Mejor si la oyen los demás. Mejor si la escuchan. Mejor si hacen algo a favor. Pero aun si no ocurre algo o nada de eso, unx puede decirlo, sacarlo del terreno del silencio, donde permanece invisible y, por ende, inexistente.
Al decirlo, unx vence el mandato del poderoso –cuyo discurso hace propio Verón– y trata de salir de un lugar donde está condenadx a la indefensión o, en el ¿mejor? de los casos, a dejar de ser víctima transformándose en victimarix. Unx busca que se mire, que se vea, que se airee, que otras miradas ayuden a salir del micromundo. Si no, el micromundo es todo el mundo. Y todos los micromundos son muy complicados porque generan su propia dinámica, y en ella se corre el riesgo de terminar aceptando (y hasta tomando como normales, lógicas o correctas) cosas que no dan, que no deberían dar.
Es llamativo que un hecho ocurrido en un ámbito tan masivo, tan amplificado y amplificador, como es el fútbol, pase inadvertido (o avalado por el silencio), que ese mensaje de mierda que da Verón sea tan natural que ni una voz se alza para señalarlo.
Bueno, una voz se alza. La mía.

Natalia Gaitán y Jorge Corsi

El 8 de agosto culminó en Córdoba el juicio por el crimen de Natalia Gaitán, en el que se condenó al único acusado a la pena de 14 años de prisión. El hecho sucedió luego de una discusión suscitada por la relación que Gaitán, de 27 años, mantenía con la hija de la actual pareja del hombre, una joven menor de edad.
Diversos grupos interesados en tener una bandera y un mártir se han movilizado tomando el caso como paradigma de lo que llaman “discriminación y violencia contra las mujeres lesbianas”. Así, tratan de construir un relato falaz en el que la palabra “lesbofobia” se repite tanto como la mentira de que Gaitán fue “fusilada por lesbiana”.
A Gaitán no la mataron (“fusilar” es otra cosa) por ser lesbiana. De hecho, no la mataron por una sola causa. Su crimen fue la consecuencia de varios factores concurrentes, de los que, sin duda, el más importante es la intrincadísima relación que había entre esas personas, a la cual no tenemos acceso, salvo por relatos ex post muchas veces interesados.
Si bien no podemos saber cómo habría reaccionado el asesino en una situación que difiriera de esta en un solo hecho (que Gaitán no fuese una mujer homosexual, sino un hombre heterosexual), está claro que no iba matando lesbianas por ahí, como puede desprenderse de ese eslogan barato y mendaz, como tal vez crean en las veinte ciudades del mundo que conmemoran cada aniversario del crimen de Gaitán “en un ejercicio de memoria colectiva y lucha contra la discriminación y la violencia”.
Aunque no podemos descartar que la homosexualidad de Gaitán haya tenido influencia en el desenlace, es mucho más relevante –y condición necesaria– la edad de su novia: si la chica hubiese tenido más de 18 años, no habrían existido argumentos para que nadie le reclamara, o le exigiera, que dejara a Gaitán y volviera a la casa familiar.
Gaitán –hay que decirlo claro– mantenía una relación con una menor de edad, con la cual convivía sin que los padres lo supieran. Esto, que fácilmente podría recibir el nombre de “corrupción de menores” –incluso, quizá, el de “abuso de menores”–, no justifica el crimen, pero lo pone en contexto. Y omitir esta parte de la historia, como intencionadamente hacen esos grupos, no sólo es deformarla hasta hacerla incomprensible: es mentir.
Cuando en un blog feminista se hace un panegírico de Gaitán y se dice que “ni la prohibición, ni los tabúes pudieron con el deseo de Natalia”, pienso en que esa misma frase se le puede aplicar a un abusador de menores doblemente condenado (y aún libre), como el sacerdote Grassi. Ni la prohibición ni los tabúes pudieron con el deseo de Julio César… ¿Queda, no?
Cuando en el mismo blog copypastean que “recibió un balazo de la fálica escopeta del padrastro de su novia”, la obsesión que tienen con la pija me da un poco de risa. Y cuando dos veces me desaprueban un comentario referido a la edad de la novia de Gaitán y no lo publican, me parecen autoritarias y elementales.
Como parte de la lucha de poderes que se da en torno de la construcción del relato sobre el caso, hay varios datos que no pueden conocerse fehacientemente por las crónicas periodísticas. Es difícil saber exactamente la edad de la novia de Gaitán, que en algunos medios tiene 16 años; en otros, 17; en el comentario de un sitio web filogay, 17 y 11 meses, y que, según un comentario aprobado en el blog aludido, ya había cumplido 21… Es imposible saber por los medios cuándo comenzó la relación, que podría tener dos años según un diario, el único que se aventura en ese tema. Tampoco queda claro si era una relación estable, si era una relación abierta, si Gabriela (la “amiga íntima” (sic) de Gaitán que estuvo presente, tal vez con un cuchillo en la mano, en la discusión fatal) era una amiga o si esas palabras, de la propia Gabriela, constituyen un eufemismo.
Incluso, otra crónica plantea la posibilidad de que la madre de la adolescente tuviera o pretendiera tener una relación con Gaitán, y la declaración de la menor en el juicio confirma esto último, y el rechazo de Gaitán, que no quería a la madre, que quería a la hija. El acceso a esa misma declaración nos hace saber que, según la menor, la relación, comenzó diez meses antes del crimen, alrededor de la fecha de su cumpleaños 17.
Antes de que se conociera el resultado de los análisis de ADN realizados a los hijos adoptivos de la viuda de Noble (que no descartan la posibilidad de que sean hijos de desaparecidos, que simplemente dicen que no son hijos de personas cuyos datos estén en el BNdDG y se hayan podido confrontar con los de los jóvenes), el panelista menos carismático de Duro de Domar decía que la batalla cultural estaba ganada, que al móvil de TN le gritan “¡devuelvan a los nietos!” y que, para consolidar ese triunfo, sería bueno hacer una película sobre el tema.
Me preguntaba entonces qué historia pretendía contar este muchacho en la película que deseaba. ¿Quiénes serían los padres de los chicos allí? ¿Marcela Noble Herrera sería la nieta de Chicha Mariani? ¿Qué forma real le darían a lo que nunca la tuvo por no ser más que una suposición, bastante fundada, pero suposición al fin?
Estos grupos, que toman a una probable corruptora de menores como bandera porque conviene a sus intereses, aún no hablan de hacer una película (¡no lo descartemos!), pero pretenden asimismo construir una realidad: en ella Gaitán “es parte de la memoria colectiva de nuestra ciudad. En su nombre se sintetizan nuestras luchas y reclamos” [varios emoticones de asombro].
Pretenden construirla hasta que sea incuestionable, hasta que sea invisible que se cogía a una menor de edad –porque no garpa, porque no les da la nafta para defender eso–, y en su empeño no deben llenar lo faltante, como la hipotética película del panelista, sino borrar lo que efectivamente sucedió. Y lo hacen con el silencio y la mentira. En artículos y artículos propios de El Mero Fondo, incluso en diarios nacionales, llevan a cabo un arduo trabajo que parece limitarse a minimizar o, muchas veces, a omitir toda referencia a la minoría de edad de la novia de Gaitán.
Parece… Hasta que se escucha la declaración de la menor y se toma conocimiento de todo lo que deciden callar. Que no le gustaba que su madre “se haiga juntado con el Daniel”. Que se fue de su casa, a vivir a lo de una tía, casi simultáneamente con el comienzo de la relación con Gaitán, y que luego se fue a vivir con ella sin contárselo a sus padres. Que tenía "una buena relación con su madre", a la cual, sin embargo, había dejado de ver, y que responde con un "por lo menos, no nos llevábamos mal” cuando se le hace notar lo extraño de sus palabras. Que Gaitán estaba en pareja con una joven cuando comenzó la relación. Que esa chica tenía un hijo y que vivían con Gaitán en el mismo lugar al que poco después fue a vivir la menor. Que varias veces Gaitán discutió con su pareja y la golpeó hasta dejarle la cara amoratada (¡ninguno de los abogados le preguntó a la menor si ella también fue golpeada!). Que Gabriela, la ya mencionada amiga de Gaitán, sedujo a la hermana de la menor, de 14 años de edad. Que Gabriela durmió con ellas la noche previa al crimen (nadie preguntó si eso ocurría con frecuencia, si “dormir” es un eufemismo o no; y no es descabellado preguntarlo porque la menor refiere que la amiga “siempre andaba” con Gaitán, y porque la propia Gabriela declaró que “compartía todo con ella [Gaitán], prácticamente vivía en su casa, dormía en su misma cama con ella” y también, antes de detener bruscamente su relato, señaló que la discusión fatal comenzó cuando le fue a preguntar a la madre de la menor “¿por qué no nos dejaba ser felices?”). Que el hijo de la ex pareja de Gaitán estuvo al cuidado de las tres mujeres esa noche (nadie preguntó qué relación mantenían con la ex pareja, por qué el niño quedaba al cuidado de una golpeadora o si eso ocurría con frecuencia). Que Gaitán había practicado vale todo y boxeo y que solía resolver sus disputas a golpes, “pero no con armas”, como Gabriela, que "era capaz de agarrar un cuchillo", aunque “armas de fuego, no”.
En cambio, que el padrastro de la menor ejerció violencia física contra su pareja, es decir, la madre de la menor, y que lo mismo había hecho con su pareja anterior se repite constantemente en el relato militante de quienes, al mismo tiempo, denuncian la recalcitrante parcialidad heteronormativa que exponen “los medios” al tratar el tema. Para ellas es relevante la violencia del hombre contra su pareja, pero no la de Gaitán contra la suya. Para ellas es significativo que la madre recurriera a una psicóloga con el fin de que su hija terminara esa relación homosexual porque les permite sustentar su pretensión de que se lo considere un crimen de odio motivado por la orientación sexual, pero no importan las relaciones patológicas y los posibles delitos que rodean el hecho ni el contexto sociocultural en el que sucedió.
Si el padre del chico involucrado en lo que se llama “caso Corsi” hubiera asesinado al psicólogo al enterarse de la relación en la que estaba involucrado su hijo, ¿estas militantes dirían que Jorge Corsi es víctima de un “crimen de odio”? ¿Dirían, como dicen del de Gaitán, que es una manifestación del “odio hacia las personas que eligen vivir su sexualidad libremente apartándose de los mandatos heterosexuales que impone este sistema capitalista patriarcal”? ¿Sería Corsi una víctima y un estandarte en la lucha por los derechos de los homosexuales? Y si yo tuviera una relación con / me cogiera a unx pendejx de 15 y eso me acarreara problemas legales, ¿estarían de mi lado hablando de la sexualidad vivida libremente?
Tanto la adolescente que cogía con Gaitán como el adolescente que cogía con Corsi y sus amigos tenían edad suficiente para que su consentimiento fuese válido en términos legales. Y si se tiene en cuenta que el chico no sólo era sujeto paciente de las relaciones, resulta notorio que algún placer obtenía. Digámoslo crudamente: podía lograr una erección con Jorge Corsi desnudo, en cuatro, con el culo abierto, delante de él.
¿Es la erección de ese adolescente, esto es, su placer, el consentimiento que dio su cuerpo, motivo suficiente para absolver a Corsi y a sus amigos de los delitos que se les imputan y/o de una condena moral? ¿Es la decisión de esta adolescente de tener una relación con una mujer que le llevaba diez años, y la de irse a vivir con ella, suficiente para pasar por alto que Natalia Gaitán era una golpeadora que se embambinaba a una pendeja sub18 proveniente de un hogar disfuncional y que se la llevó a vivir con ella aprovechándose de su vulnerabilidad?
Es una obviedad lindante con la obscenidad intelectual decir que Gaitán no debería haber sido asesinada, sino, en todo caso, denunciada por corrupción de menores, o por abuso, y, de corresponder, juzgada. Pero es hipócrita jugar a que esas soluciones ideales están al alcance de todos, a que las cosas se resuelven de igual modo en Barrio Norte que en un suburbio marginado de Córdoba.
No me imagino a un pobre, a un excluido que vive del asistencialismo, yendo a la comisaría de su zona a denunciar que su hijastra tiene una relación con una mujer mayor de edad. Menos aún me lo imagino denunciando a la hija de la persona que atiende el comedor donde, según las crónicas, va a comer, que a eso se dedica la madre de Gaitán. Y no sólo no me lo imagino por la posible consecuencia de quedarse sin comida, sino por las conexiones políticas –y la gimnasia para la construcción de un relato– que manejan quienes están a cargo de un comedor.
Tal vez quepa dentro de lo imaginable que si la madre recurre a un organismo estatal preocupada porque su hija menor de edad abandonó el hogar y convive con una mujer de 27 años, le recomienden un tratamiento psicológico para “poder manejar la angustia” que eso le genera, pero no le brinden asesoría legal para realizar una denuncia judicial. Algo de eso ocurrió, y para la abogada de la querella tal “preocupación” es un indicio de que en ese hogar se discriminaba a los homosexuales, aun cuando las declaraciones de los testigos dejan claro que tenían un trato muy frecuente y que tanto Gaitán como su amiga y su pareja anterior habían sido recibidas muchas veces en la casa donde vivía el asesino con la madre de la menor.
Como me molesta que me mientan, y como me molesta mucho el doble estándar, y como me molesta muchísimo, demasiado, cuando ambas cosas concurren, digo acá, y lo repito, que a Natalia Gaitán, alias La Pepa, no la mataron por lesbiana. Que la mataron por estar involucrada sentimental y sexualmente con una menor de edad en una situación que, de llegar a donde debió haber llegado para evitar la tragedia –a la Justicia–, podría haber terminado con ella en la cárcel. Lo cual tampoco quiere decir demasiado, porque no sería más que la opinión de un tipo, o de una mina, o dos, o tres, puestos ahí, debajo de un crucifijo, en el lugar de juez, vaya a saberse cómo y siendo consecuentes con no sé qué intereses e ideologías.
Pero, como en el caso del BNdDG, es lo que hay, lo más cercano a algo. Y la instancia que todos, nos guste o no, debemos aceptar. 

martes, 26 de julio de 2011

Yo soy ning

El otro día, cuando fui a votar, me busqué en el padrón, y, junto a mi nombre y mi DNI, decía “ning”. Ahí me acordé de que no era la primera vez que me encontraba con esa abreviatura, y quise ver qué otras categorizaciones existen. Pero el amontonamiento continuo en la entrada del colegio iba renovando sus integrantes, y alguien detenido más tiempo del que es necesario para consultar un solo dato entorpecía su ritmo natural. Aun así, divisé un par de “empleados” y creo que un “comerciante”.
En cambio, yo soy “ning”. Me impresiona el conocimiento profundo que tienen de mí y quiero creer que no se debe a que mi condición es muy evidente, que semejante prueba de omnisciencia estatal requirió mucha investigación… Como mínimo, la recopilación de los datos que voy dejando en los lugares públicos donde me atiendo.
Para dejar atrás el sobresalto, trato de verle el lado práctico, y entonces no me molesta, porque a alguien tan poco calificada nunca la van a llamar para ser autoridad de mesa.

lunes, 25 de julio de 2011

La impronta que marcó en mí la cultura zapping

Se retiró de la charla por un momento sin levantarse de la mesa. Las otras tres personas continuaron hablando, y lo que hice entonces, espontánea e impensadamente, quizá haya sido causado por la variación que su silencio produjo en la suma del sonido.
No sé si los demás notaron su ausencia. Yo recuerdo que la descubrí cuando giré la cabeza un poco hacia mi derecha. Ella leía en el teléfono con una sonrisa arrobada, como si hubiera recibido un mensaje inesperadamente esperado: un gesto cuyo subtitulado podría decir “¡uh, se acordó!”.
No lo respondió. Solo ladeó un poco la cabeza, sin dejar de sonreír, y acarició la pantalla con el pulgar. Intuí el final del embeleso y, antes de que se sintiera observada o de que los demás advirtieran mi mirada furtiva (y no tengo forma de saber si se dieron cuenta), retomé mi participación en la charla, la cual se limitaba a panear con la vista una y otra vez, buscando un resquicio donde filtrar alguna palabra.
Pronto, el tiempo recuperó su homogeneidad, y los cinco estábamos participando de la conversación. Mientras esto sucedía como si nada hubiera pasado, pensé en que nunca me acariciaron así.

martes, 5 de julio de 2011

Sensación de seguridad

Una tarde cualquiera, doblo la esquina y agarro la avenida principal de mi barrio. Hay un rati en la vereda del bar. Camino una cuadra, y ya no me acuerdo si vi a otro o si mi memoria se confunde con un tacho de basura. Donde siempre hay uno es en la puerta de la joyería. Aunque no sean tres, dos policías por cuadra es una cantidad inquietante.
Desde que voy a correr a una plaza, sé bien que solo se preocupan por que no afanen en el lugar que les garpa el adicional (en ese caso, el café que está enfrente), y que no mueven un pelo por las sustancias ilegales que se venden a cincuenta metros o por la gente que anda en moto por la plaza. Si su presencia disuade a algunos o si otros se sienten seguros depende de la reacción que el color azul produzca en la cabeza de esos algunos y otros.
Me fijo en la vidriera de la joyería, a ver si encuentro un reloj que me guste, uno redondo, chato, con agujas y también con una tira digital en la parte inferior de la esfera. Hay cientos de relojes, pero ninguno como el que quiero. A medida que me acerco al interior del local, el cana abandona la vereda y se aproxima lentamente.
Percibo su movimiento, y lo compruebo, reflejado en el vidrio. No sé si molestarme por la situación, si tomarla con humor o si es mejor ignorarla y que la cabeza siga pensando en por qué es tan difícil encontrar relojes ana-digi.
La gente esa que dice poder dejar los problemas de su casa en la puerta del trabajo, y viceversa, me provoca bastante envidia. Hasta que los veo como pobres alienados que se jactan de su alienación… Yo no puedo separar casi nada. Más bien encuentro relaciones y analogías muy a menudo. Y en vez de algo relacionado con los relojes que me gustan y no encuentro, viene a mi mente el recuerdo de la chica esa con la que coincidí hace poco en un cumpleaños.
Ella hablaba de lo feo que es su barrio, lleno de casas tomadas, y de la pequeña pescadería de la esquina, que siempre está vacía, pero a donde llegan camiones todas las noches. Era una de esas charlas en las que sale un tema y cada uno, a su turno, va contando lo que le pasó al respecto. Entonces, a partir de la experiencia de haber caminado de noche por ahí, comenté lo inhóspitas que son algunas partes de Once.
Esa vez, o se agotaron los temas que puedo tratar sin mostrarme en exceso, o el alcohol, de baja graduación, pero constante, me soltó la lengua, porque en algún momento conté que a veces andaba por la calle sin remera. Fue hablando de Once, de una noche de verano en que volvía de un recital y en el camino me crucé con media docena de patrulleros, varios de los cuales bajaron notoriamente la velocidad al pasar a mi lado.
“Ah, pero te estaban cuidando” fue su reflexión acerca de los ratis cuando mencioné el detalle de que no me había puesto la remera al salir del recital. Yo-en-cueros se transformó por un momento en el tema de conversación, y conté que (¡obviamente!) también me saco la remera cuando voy a correr a la plaza. Ahí me sugirió que en ese caso me ponga al menos una musculosa.
Definitivamente, no fue la voluntad de que conocieran –y, por ende, entendieran– mis razones, sino una ligera embriaguez lo que me hizo tratar de explicarle que transpiro mucho cuando corro, que no me gusta chivar tanto la ropa, que la sensación de la remera mojada y pegoteada me resulta incómoda y que, corriendo o no, me gusta mucho sentir en la piel el aire de una noche de enero o el sol de una tarde de abril.
¡Lo que me hizo hablarle de cuando busco el último sol de mayo! La última vez que da sacarse la remera, ese momento que para mí marca un quiebre mucho más significativo que un fin de año. Igual, tan liberado no estaba porque no le conté todo el rodeo que hice aquel mediodía para encontrar una calle amplia y con casas bajas, donde el sol pudiera llegarme mejor. Ni de la prostituta callejera y cincuentona que me dio charla, envidiándome por ser hombre, según dijo, “porque los hombres hacen lo que quieren, y a nosotras desde chiquitas nos dicen ‘esto no’, desde los ocho o nueve años, cuando se te despierta el sexo”… Ni de los boludos que me bardean mientras ando en cueros (porque de esos hablo en este blog).
“No estás en la playa”, me dijo la chica del cumpleaños, y no cuajó mi respuesta graciosa referida a las playas macristas. “Parecés un negrito”, agregó, o algo muy similar. Y también que “a mí me darías miedo”. Capaz que con remera y jean al rati este también le doy miedito, o le parezco un posible chorro, y por eso me sigue. Capaz que dejó de hablar por celular para tener las manos libres por si debía sacar el arma. Capaz que ella tenía razón y tengo que fijarme en las cosas que hago. Con quién me pongo a hablar, por ejemplo…

VIH (-)

Aunque hayan pasado los años, aunque haya mucha más información y mejores medicamentos, una mención al VIH en primera persona genera un repelús chirriante. Incluso si es un profesional de la salud quien recibe el comentario. Se le ve en la cara, en el lenguaje corporal; se nota en el aire, en cómo cambia, y es bien evidente cuando no puede contener la pregunta “¿qué te pasó?”. Más que la pregunta es el tono, el fracaso rotundo en su intento de simular una reacción plena de naturalidad ante la noticia de que “estuve tomando Ritonavir”.
En realidad, no pasó otra cosa que haber actuado con rigurosa responsabilidad tras exponerme en una situación de alto riesgo: averigüé a dónde ir, fui, conté lo sustancial del hecho y traté de tomar la medicación que me dieron, lo cual fue imposible. Distinto de mucha gente que anda por la vida expuesta a riesgos respecto de esta enfermedad, riesgos que no son consecuencia de llevar una vida particularmente licenciosa, riesgos cotidianos que dejan de verse como tales, que forman parte de las prácticas sexuales aceptadas y hasta esperadas. Su despreocupación trae aparejada la invisibilización del riesgo, y el estigma –un módico estigma, al fin y al cabo– recae en quien, tras atravesar esa situación, procedió como indican los especialistas.
Igual, un poco lo suponía. Así que opté por casi no hablar del tema. Y decidí mentirles a las profesionales que me atendieron, inventando que se había roto el forro en vez de decir que pregunté si me dejaban coger sin forro y que no pude negarme cuando no me dijeron que no.
Lo bien que hice, porque el trato inquisidor subyace aun en ese lugar público donde te atienden y te dan la medicación gratuitamente. ¿Qué relevancia tiene, por ejemplo, la pregunta que me hacen sobre si cojo con hombres o con mujeres? Si el contagio puede ocurrir de las dos maneras, ¿por qué me lo preguntás? Salvo que estés haciendo una encuesta, no le veo razón. Y si estás haciendo una encuesta, preguntame, antes, si quiero participar de la encuesta…
La situación es un poco desbordante: la espera, el estado de algunas personas con las que compartís la espera, dos profesionales interrogándote, el peso de tratar de mantener la mentira y sonar convincente. Y entonces simplemente pasa sin que te des cuenta: será así, formará parte del protocolo, de lo establecido, de lo que sucede con tanta naturalidad que se torna ya no incuestionable, sino invisible.
Es muy curioso: el análisis supuestamente es anónimo, y el nombre no figura en la orden… ¡pero el DNI, la fecha de nacimiento y las iniciales sí! Y en algún lugar de todos los registros burocráticos, están, además, mi nombre y mi teléfono de línea (porque no tengo celular ni, tampoco, la repentización que me permita inventar un número cualquiera cuando llegan a esa parte del cuestionario).
La última vez logré evitar la respuesta automática y le expliqué a la mina que se trataba del teléfono de mi casa, que no había hablado del asunto con mi familia y que prefería que, de ser necesario, se comunicaran por mail. La señora de guardapolvo, que no se presentó, me tranquilizó y me dijo que nunca llaman… Y yo no pude preguntarle para qué me pedía el teléfono entonces, tal vez por no poder reparar en cada una de estas manifestaciones, por no lograr desmarcarme de ellas, o porque a veces unx se calla o se anula –o viene anuladx desde mucho tiempo atrás– con la intención de evitar hipotéticos conflictos o rispideces.
Allí todo tiene una pátina de buen trato y de contención: la enfermera que saluda con un beso a algunos pacientes, el enfermero que me saca sangre y me habla de fútbol o me pregunta de qué marca es el pantalón que tengo, el papelito anónimo pegado en el corcho de la pared pidiendo que valoremos la atención… Yo, sin embargo, la siento muy lejos. En los interrogatorios, en la cara que puso la otra profesional cuando dije que la situación involucraba a una prostituta, en el trato cuando fui porque la medicación me estaba pegando muy mal y me dijeron que lo que me pasaba era algo muy leve comparado con lo que ven (¡pero era lo que me pasaba a mí!; faltó que me dijeran “vos te lo buscaste”), en la otra vez que fui a retirar los resultados y me hacían historia sin decirme por qué o cuando no me dan una fecha exacta para retirar el resultado del análisis: “Vení dentro de veinte días”.
Si son veinte días corridos o veinte días hábiles no me lo dicen. Y yo tampoco pregunto, arrastradx por la dinámica que se impone, pero sin poder evitar la sensación de desconfianza y desagrado que produce la imprecisión en un contexto así, porque, convengamos, no es el resultado de un análisis cualquiera el que estoy esperando para una fecha… aproximada. Igual, esta vez son más informativos, y me dicen qué días y a qué hora entregan los resultados, cosa que no ocurrió la vez pasada: lunes, miércoles y viernes de 9 a 12.
Mis horarios se acomodan para que vaya un viernes, y llego con el tiempo justo porque el colectivo tuvo un problema con la máquina que da los boletos y volvió a la terminal para que le solucionaran el desperfecto con los pasajeros arriba y sin avisarnos. Resultado: estuvimos el 80% del trayecto detrás del bondi que había salido después…
Entro al hospital agitadx por el pique de dos cuadras que me mandé, saco número y tengo el 9. El display dice que van por el 54, pero ni a ganchos hay tanta gente. Cuando terminan de atender a una persona, me acerco al mostrador y la mina me pregunta qué número tengo. “Vamos por el 3”, me dice, dejándome casi en ridículo, y me pongo a esperar en ese lugar mínimo, donde hay que correrse cada vez que entra o sale alguien.
Llega mi turno, le digo que vengo a retirar el resultado de un análisis, y me informa que la persona encargada es el señor que atiende en otro de los lados del mismo mostrador. Le repito lo mismo al tipo, y lo primero que me dice es “ya no”. “Es hasta las doce”, agrega, señalando el sticker pegado en el acrílico del mostrador. “¿Qué hora es?”, le pregunto. “Doce y pico”, responde sin mirar, y me muestra el celular, supongo que para que vea la hora, cosa que no logro hacer. Las últimas palabras que registro son: “Ya estaba guardando todo”.
No me lo dice de otra forma. Necesita forrearme, mostrarme el teléfono, ni mirar la hora cuando se la pregunto. Es un empleado público en estado puro, incapaz de la mínima cortesía para atender a alguien, mucho menos a alguien que puede estar en un estado de enorme inestabilidad emocional acumulada por seis meses de una espera que quizá haya sido desesperante.
Se impone su versión, y no me queda otra que irme, de muy malhumor, gruñéndole un “gracias por nada”. Voy al baño a hacer pis y se me ocurre buscar un televisor que muestre la hora. Cruzo todo el hospital y finalmente lo encuentro: son 12:09. Un minuto para encontrar el televisor, dos o tres minutos para llegar al baño y mear, uno o dos minutos hablando con el tipo… Es muy probable que me haya atendido 12:04.
Sin duda, llegué antes de las doce, y si se hizo tarde fue por todo el tiempo que tardaron en atenderme. Es decir, tardan en atenderte hasta que se hace tarde, y después no te atienden porque es tarde… Quiero volver al lugar para reclamarle, para sacarme un poco la bronca, por lo menos. Después de un breve debate conmigo mismx, sorpresivamente se impone mi lado exteriorizante. Entro y llamo la atención de una gente que espera y que me pregunta si estoy buscando dónde se saca número… Pero el tipo ya no está. Tengo que volver el lunes, tengo que conformarme con pegarle un par de trompadas a la pared.
El lunes, me acuerdo cuando ya caminé veinte cuadras, es feriado. Son cinco los días extras de incertidumbre que hay que pasar. Como calmante de la furia y de la sensación de sentirme boludeadx, decido ir el miércoles doce menos un minuto. Si sos tan puntual para no atenderme doce y cuatro, sé igual de puntual para atenderme doce menos uno, pienso, y deseo que me diga que no porque tengo ganas de pelearme con alguien.
Doce menos cuatro del miércoles, o menos tres, entro. Voy derecho a ese lado del mostrador sin sacar número, repito mi speech y lo primero que hace la mina que me atiende es mirar el reloj. No son las doce. ¡Chupala! Me pide el documento, anota –de nuevo– mi nombre, me hace las preguntas de siempre (si vivo en Capital o provincia, cuántos años tengo, si tengo obra social) y me dice que me siente, que me van a llamar.
La espera es breve, pero siempre hay tiempo para flashear cualquiera. De hecho, es el mejor momento para flashear cualquiera, desbancando del ranking a la parte del viaje en que el bondi para en –casi– todos los semáforos. La enfermera le recuerda a un paciente, al que parece conocer, que debe usar barbijo si tiene, como dice, neumonía, aunque ahora se le haya pasado la tos. Y me acuerdo de esa tosecita que me acompaña hace meses, de esas vetas mínimas de catarro que no salen ni aunque me lije la garganta, del estado físico de la chica promiscua, tan flaquita ella, que además de promiscua se deja coger sin forro…
Eso pesa más que mi dentista explicándome que el estado de mi boca revela un buen funcionamiento de mi sistema inmunológico. Pesa más que la mina de la otra vez preguntándome, cuando me hizo la orden para este análisis, cómo había estado y viendo como una buena señal que le dijera “normal” o “como siempre” (¿habrá sido por eso que no me hizo la orden para los análisis de hepatitis?). Pesa tanto que ni me acuerdo de todo esto.
Me llaman, y solo me atiende una mina, en lugar de lxs dos profesionales que suele haber. Cuando estoy sentándome y ella aún está más cerca de la puerta del consultorio que de su silla, me dice que “el análisis está todo bien”. Me da el papelito y ni atino a leerlo. Me pregunta si me cuido, si me cuesta cuidarme, dice que “en función de ese episodio estaría todo bien”. Le contesto que la poca acción posterior a aquella noche no me genera dudas, y su risa da por terminado el encuentro. (¿Por qué dijo “estaría” y no “está”?, me pregunto ahora que escucho la grabación).
El momento tan esperado duró menos de dos minutos. Lo más extraño sucede después, cuando salgo del hospital con el brazo dolorido por la brutalidad de la enfermera que me aplicó la última dosis de la vacuna contra la hepatitis B. Estoy sanx, confirmadamente sanx, y no tengo la sensación de haberme quitado un peso de encima.

Tomografía computada de cerebro

No se observan signos de sangrado agudo extra ni intra axiales.
La línea media se encuentra conservada.
Leucoaraiosis periventricular.
Sistema ventricular supratentorial dilatado, las cisternas axiales basales, las cisternas silvianas y los espacios subaracnoideos de la convexidad de ambos hemisferios cerebrales son amplios con profundización de surcos y cisuras correspondiente a involución cerebral.
Los cortes con ventana ósea no muestran trazos de fractura.