domingo, 23 de julio de 2017

Mala mía

Me voy a hacer una remera que diga "mala mía" y la voy a usar la próxima vez que te vea. Ah, ¿que es demasiado probable que no nos veamos más? Bueno, la voy a hacer igual porque seguro que la voy a necesitar más adelante, con gente a la que aún ni conocí.
Va a decir "mala mía" grande en el pecho y abajo, en un costado, en letra chica, algo así como "todo puede tener su explicación, pero intentarla sería tedioso, intrincado o probablemente te chuparía un huevo". Si no se carga mucho de texto, agregaría que no pediré disculpas, pero que lo lamento y que este error no se repetirá. (Mi contumacia creará otros errores, pero este ya no).
(…)
Como este error parece haber pasado inadvertido, como tal vez no haya sido más que una sospecha –que espero se haya disuelto–, disuelvo yo también la versión pública de mi mea culpa.
Aunque las palabras que escribí las guardo en borrador, no sea cosa que las necesite otra vez. (Espero que no). Y para no olvidarme.

domingo, 28 de mayo de 2017

Sus uñas espinas

Las vi salir del telo justo cuando mi campo visual comenzó a abarcar la esquina donde está la entrada. Dudaron unos segundos sobre qué dirección tomar, señalaron un par de puntos cardinales y finalmente decidieron cruzar y caminar por la calle donde yo debía doblar.
Caminamos cuatro cuadras a la misma velocidad. La mayor parte del tiempo, fui detrás de ellas, pero un par de veces cambié el ritmo y las superé para evitar la incomodidad que puede surgir cuando alguien camina detrás tuyo mucho tiempo.
Durante ese trayecto no tuvieron solo un gesto afectuoso: ni un beso, ni una agarrada de manos, ni siquiera una mirada larga en algún semáforo. Cualquier SJW podría suponer que se trataba de una forma de evitar posibles miradas inquisidoras u otras formas de violencia, simbólica o no. Pero no sólo era ausencia de gestos.
En cuatro cuadras por una calle silenciosa, a la distancia cercana que me dejaba oír parte de su conversación, no hubo una palabra que evocara el momento que acababan de vivir. Ni un "te quiero" o un "cómo me gustás", ni un comentario sobre algún hecho específico del turno compartido o una referencia a las características organolépticas de sus fluidos. Ni la tocada de codo o el vocativo "amor" que se dedicaron las chicas que paseaban su perro (con collar de color arco iris) en la plaza cercana la otra noche.
Una de ellas, la más locuaz, hablaba de su viaje a Uruguay y de cómo un pibe las siguió a ella y a otra amiga unas cuadras cuando iban a sacar el pasaje. Usó las palabras "chabón", "chorear" y "turbio", y dijo que las seguía "como un perrito". Agregó que en un momento el fulano, ante la negativa de ellas a no sé qué propuesta, dijo "estas feministas…", lo que terminó de sellar su suerte tanto en aquel momento como ahora, cuando la otra chica no pudo creer que hubiera dicho eso y bufó una mezcla de asombro y fastidio.
En la última cuadra antes de que yo doblara hacia un lado y ellas, hacia el otro, la chica locuaz siguió refiriendo su más terrena cotidianidad: habló algo de la facultad, de que ayer había ido a percusión, tal vez algo de una reunión… No más.
Su look tampoco permitía inferir nada: ninguna de las dos tenía ese lenguaje corporal de las superchongas, que me saca una sonrisa cuando las veo repetir estereotipos masculinos, ni el corte de pelo o la camisa a cuadros de una tomboy. Dos chicas comunes, in the middle of their twenties, vestidas como cualquier chica que va a Sociales, ponele; sin las sienes rapadas ni expansores en los lóbulos de las orejas. Lo más llamativo eran el jean verde musgo y las botitas un poco sucias de una de ellas y, sobre todo, la tremenda pronación de su pisada.
Nadie que las hubiera visto por la calle podría imaginar su relación. Y yo, que las vi salir del telo, podría haber pensado, finalmente, que eran dos empleadas del lugar, que salían una vez cumplido su horario de trabajo, aunque era claro que no tenían el physique du rol de una trabajadora de la limpieza. Ahora se me ocurre que podría haber flasheado que eran dos chicas universitarias haciendo algún trabajo práctico sobre los hoteles alojamiento.
Sin embargo, lo primero que vi cuando las tuve cerca, cuando me ganaron la cuerda de la vereda y comenzamos a compartir por cuatro cuadras una tarde de Congreso, fue tan inequívoco como encadilante. El rectángulo de piel enmarcado por los breteles del top negro, superpuestos sobre los del corpiño de la chica más locuaz, presentaba, justo en el medio, entre ambos omóplatos, un manojo de surcos, rojos y frescos, del ancho de un puño pequeño, del largo de unos dedos semiextendidos, el signo vital más intenso y cercano que se me reveló en mucho tiempo.

Soundtracks (No tengo MP3 ni Spotify ni nada)

Entonces, como siempre, la música está en el aire, en la cabeza, en el azar.
Woman in love, por Barbra Streissand, en el 53, una noche, volviendo del colegio, en el semáforo de las torres –que todavía no estaban–, en el estéreo del bondi-driver. Hace más de una vida de eso.
Rock'n roll nigger, de Patti Smith, en mi piel, cada vez que la realidad me recuerda lo outside que estoy. Es decir, muy seguido.
A veces estoy cansado, de Moris, en el minicomponente del ciego que fuma y fuma sentado en la medianoche de Indep y Sáenz Peña, mientras tapiza de colillas la vereda y apuran sus panchos los comensales del chiringuito contiguo. (Desde la vereda de enfrente la intuí entre el tránsito. Esperé un semáforo para que los autos y los micros cesaran su ruido o para cruzar, y cuando lo hice ya había terminado la canción, e iba por otra: recordé una frase, la googleé y ¡era la que viene después en ese disco!).
Semen up, escrito por la tribu de la calle Carlos Calvo en la pared de la casa colectiva que está cerca de Pozos, las mil veces que pasé por ahí para ir a trabajar, al colegio, o, años antes, a Cemento, a ver a Patricio Rey.
Trátame suavemente, la versión de Soda, en la radio que sonaba en un octavo piso, octavo efe de foca, con Yamila, antes de que me dijera "Yamila me llamo". Nos tratamos suavemente esa tarde, esa hora, con Lapegüe de fondo, con una empatía profesional que subió un nivel cuando lo dijo, en la inminencia de la despedida, y me dejó con ganas de más, de verla una vez más. Mientras ella tenía la boca ocupada, yo tomaba nota mental de la canción pensando en este post. Después tomé su leche.
Las dos que están pegadas en el disco de Los Pillos, Descansa y Baila para mí, en Ballester, a la altura del puente, en esa cuadra donde la señal de la radio cercana se sobreponía al agujero negro que la anulaba tan cerca de la antena, aunque se escuchara bien bastante más lejos.
Tres de Sué Mon Mont. Besos, La misma miel y Diferencias. Las tres, una atrás de otra, cantándolas, de golpe, sin saber por qué, la otra tarde en Da Knoll, San Martín entre Mosconi y la ruta. Hasta que, al doblar la esquina, me di cuenta de por qué. De por qué en ese lugar. (Esas tres, pero no Lejos. Aún no).

La (plaza) internacional

El Rodrigo de epoxi custodia la vereda vestido de boxeador. Mira sin ver a unos judíos que pendulan como involcables en trance en la única ventana iluminada del edificio ese.
Bajo hasta la altura del semáforo, el verde lleva a la plaza donde se oyen voces de al menos cinco países diferentes. Yo busco palabras para salir de acá. Las que tengo son siempre las mismas porque llevo meses sin intercambiarlas con nadie, las que tengo solidifican el rechazo en los pocos espacios donde puedo: dejo un comentario en un blog por cierto texto me gusta mucho y allí mismo me agradecen. So, dejo un link con mis palabras referidas a lo que narra el autor. El silencio elocuente que recibo me pone en mi lugar. Así en la calle como en el blog, mejor evitar el ulterior contacto conmigo. (Tomo nota, licenciado, de no molest… comentarte más). En otro lado, un prestigioso publica un poema de una chica que habla de la locomotora del subte. Pero a ese poema no le falta trabajo.
Es inevitable el refugio en las drogas berretas. No las de los nenitos de once o doce que fuman porro en la plaza. Las que produce mi cabeza, donde amortigua la alfombra de los runners el sonido de tus tacos. Donde, una cuadra más allá, saco a colación al famoso narcotraficante mexicano y veo tu cara virando de la sorpresa a la risa cuando lo nombro para preguntarte si te chapo o no te chapo.

El vende humo Darío Sztajnszrajber

Ya nos hemos referido aquí al autodenominado docente de filosofía (?) Darío Sztajnszrajber. Fue en ocasión de una de las tantas masacres cometidas por Israel en Palestina, cuando el diario Clarín publicó dos columnas de opinión que en teoría buscaban presentar dos campanas. Curiosamente, o no, ambas eran tañidas por judíos proisraelíes. Por un lado, un halcón que justificaba las operaciones del ejército ocupante y apenas podía disimular su antisemitismo (versión antiárabe) y su islamofobia. Por el otro, este muchacho, que supuestamente estaba allí para dar la visión humanista y comprensiva, pero que mostraba la hilacha cuando equiparaba los muertos a manos israelíes con los muertos provocados por cada cohete palestino sin decir que la relación suele ser de cien a uno. O cuando omitía en toda su parrafada emocional la palabra "ocupación".
En estos años desarrolló una ascendente carrera mediática que tuvo como base su programa de canal Encuentro, lógica recompensa para un militante kirchnerista, y, como esos profesionales cuyo histrionismo revela una frustrada vocación actoral (Guido Süller, Mauricio D'Alessandro), ganó un lugar en las agendas de los productores: en este caso, en la letra efe de filósofo. Así llegó como invitado a varios programas de radio y televisión y como columnista a ¡TyC! y FM Metro.
Al paso, construyó un nicho de mercado desde donde amplió el espectro, tratando de abarcar todos los rubros, es decir, de no dejar ubre sin ordeñar. Desembarcó en los escenarios ofreciendo un espectáculo, en el que orilla el standup filosófico o algo así, para el que hay que sacar entrada por Ticketek: un currito familiar que comparte con su esposa. También gira por el país, dando charlas, algunas de ellas compartidas con el historiador oficialista Felipe Pigna. Y, aunque mi googleada no llegó a tanto, seguro que publicó varios libros sobre su tema.
Una deliberada intención de mostrarse participante de lo popular, para contrastar con la burbuja elitista y alejada de lo cotidiano que sería propia de su actividad, lo lleva a manifestarse futbolero, hincha de Estudiantes y defensor del bilardismo, que, según él, "democratiza" el fútbol. Tanto, quizá, como la corrupción democratiza la política.
La web me topa con esta declaración suya: "Hago público mi apoyo al modelo de país que se inauguró con los gobiernos kirchneristas". O sea: estamos ante un filósofo para quien existe algo llamado modelo de país y para quien el kirchnerismo encarna algo así. Tengo ganas de dejar el post acá…
Bueno, en honor al trabajo que ya me tomé, sigo (?).
Esta vez lo cruzo en el zapping, como invitado en el programa que Laura Oliva tiene en Canal de la Ciudad (???), hablando sobre la ansiedad, la angustia existencial y cosas por el estilo. En un momento, viendo hacia dónde quería llevar el diálogo su interlocutora, el tipo se ataja y tiene la prudencia de decir: "Yo no tengo idea sobre cómo la psiquiatría o la psicología tratan el tema [de la ansiedad]".
Darío chamuya, con la cadencia rabínica de su hablar, en un estilo que intercala una palabra culta especializada con otra muy coloquial. Esas palabras y su look estratégicamente desaliñado le permiten acortar la distancia entre la filosofía y nuestras ordinarias existencias de espectadores, parece. De pronto, manda una fruta tan grande que me hace pegar un grito en el sillón. Dice, en pretendido alarde de erudición, que las palabras estúpido y estudio tienen la misma etimología.
Callate, payaso berreta, digo, o pienso, mientras busco con la mirada el estante de la biblioteca donde reposan los cuatro tomos, verdes y gordos, del Corominas, como si ese solo vistazo confirmara mi certeza puramente intuitiva de que el chabón está batiendo cualquiera.
Otro día engancho una repetición del programa, que me refresca el hecho, y finalmente busco a ver si está el video en Youtube. Lo encuentro, y, con la cita textual al alcance de la mano, o de los oídos, me ensucio los dedos con el polvo que se acumula en los muebles de este living para fijarme.
Tenía razón yo.
(Como las cosas en la web no son eternas, transcribo el diálogo).

D.S.: Si uno está todo el tiempo cuestionándose todo, se vuelve como medio estupefacto. Queda medio idiota porque no podés dar un paso.
L.O.: No, es imposible. Es imposible.
D.S.: Ahora: yo le temo más al que no se pregunta nada veinticuatro horas por día porque también se vuelve idiota, pero de otra manera. Es una competencia entre idiotas.
L.O.: La vida… qué lindo… Ese es un lindo titular: la humanidad es una competencia entre idiotas.
D.S.: El idiota que queda así como… La palabra "estupefacto" tiene en su raíz la idea de estudio. Ese estupefacto, estúpido, tiene la misma raíz que estudio. Mirá qué loco. El que estudia demasiado, el que piensa demasiado, queda estupidizado, porque el sentido común, hegemónico, generalizado, no necesita gente que esté cuestionándose todo. Necesita gente que reproduzca lo que hay, que… este… no esté todo el tiempo yendo a fondo…
L.O.: Analizando…
D.S.: … sino que sus prácticas sean constantes.

En el tomo II (pp. 456 y ss.), Corominas dice que estudio deriva del latín studium, 'aplicación, celo, ardor, diligencia' y que la primera documentación corresponde a Gonzalo de Berceo. Sus derivados son estudiar, estudiante, estudiador, estudiantil, estudiantina, estudiantino, estudiantón, estudiantuelo, estudioso y estudiosidad.
En cambio, de estúpido dice que fue tomada del latín stupide 'aturdido, estupefacto', 'estúpido', derivado de stupere 'estar aturdido', y documentada por vez primera en 1691 por Martínez de la Parra. Cita al diccionario de autoridades (1732), que afirma que es "voz latina y de poco uso", y continúa con consideraciones que no vienen a cuento, hasta que enumera sus derivados: estupidez, estupor y estupendo. Luego, refiere los compuestos estupefacción, estupefactivo, estupefacto y estupefaciente.
La comprobación del dato confirma mi intuición previa sobre la truchez de este muñeco, vislumbrada en la pátina sospechosa que trasluce su puesta en escena. Si para darle cuerpo a tu opinión ¡en un programa de cable! necesitás chapear con palabras ajenas quizá sea porque no les tenés mucha confianza a las tuyas. Si para decirnos que usás remeras rockeras como nosotros, pero que no sos igual a nosotros, necesitás exhibir tu saber compulsivamente y, encima, fraguándolo; es decir, si necesitás embaucar a tus espectadores, no sos ni un Paenza de la filosofía. Sos casi un Bucay.
Descubierta una falla, es imposible no dudar del rigor que tendrán todas sus otras afirmaciones. Todo lo que diga sonará a ruido, todo lo que escriba se verá borroso y desenfocado. Seguramente, por el humo con cuya venta se gana la vida.

sábado, 22 de abril de 2017

Dos poemas runners de Alexi Pappas (y uno que no)

Leave It There
Tengo la mala costumbre
de guardar cosas
mucho más de
lo que debería.

Viejos recibos, tarjetas de cumpleaños
de mi ortodoncista,
blocs que me llevé de los hoteles para
mi oficina inexistente.

Pero yo sé
que hay un momento,
–al final de la carrera,
cuando se ve la cinta de llegada–,

en el que hay que
sacar todo.

Lo prometo.


Seis el kilómetro, ponele, en un buen día
Como corro sin música, sola y de noche,
el sonido que me acompaña es
el de mis pasos.
El piso te agarra y te suelta en
las proporciones exactas,
el aire entra y sale
del cuerpo con la fluidez de un óvalo
cuando alcanzás la velocidad de crucero,
y la suela contra el suelo es un metrónomo que
te acerca al trance.
El viaje sería perfecto si pudiera
correr con los ojos cerrados,
envuelta en la brisa dulce que descuelga
las primeras hojas del otoño.
Por el medio de una calle
toda para mí,
abriendo los ojos apenas medio instante,
cada diez o doce pasos,
para actualizar mi GPS vestibular
y volver a cerrarlos.
O llevándolos abiertos sin que importe demasiado.
Corriendo en línea recta hacia no sé dónde
sin tener que preocuparme por cómo volver.


Breaking Tape
Sucedió
como imagino
que se sentiría
abrir de golpe grandes puertas de dos hojas

del tipo
de una mansión
o una casa de muñecas.

Me veía
quizá

como una princesa muy fuerte
acometiendo a través de la entrada

hacia el castillo
que construí para mí.

(Falta de) Reciprocidad

La falta de reciprocidad del deseo es una de las tragedias de la humanidad. Más aún: toda falta de reciprocidad respecto de cierto tipo de sentimientos y/o emociones es un vacío ardiente.
Pero deberíamos poder manejar eso. Onda que el asunto no es lo que te pasa, sino cómo lo manejás. Si te ponés molesto, es una cagada. Si se te prende fuego la cotidianidad, o el sexo, o la cabeza y no podés parar de pensar, de darle contacto a esos circuitos cerebrales, si sos un yonki de esa neuroquímica, pero no jodés a nadie, qué sé yo… Sería como criticar a otro por ser diabético: es lo que te tocó. Manejalo lo mejor posible para vos y, sobre todo, para tu entorno.
También debería poder manejarlo quien rechaza. Si alguien te dice, desde el mejor lugar que encuentra, todo lo bueno que le pasa con vos, y vos lo descalificás –el "estás confundido" paga dos pesos para eso– o te enojás, sos un dechado de pelotudez. Si encima te jactás, delante de esa persona, con tus amigas o con quien sea, de que nunca podrá acceder a vos; si se lo refregás, aunque sea levemente, como al pasar, por la cara, sos una mierda, una pobre infeliz que necesita pajearse con ese poder.
No espero una empatía propia de quien cantaba "viéndote sufrir puedo sentir tu sufrimiento", no pretendo que sufras como sufro cuando me rechazás. Aspiro a un momento, apenas un momento, de respeto y comprensión. Y a la gravedad que se impone ante cada tragedia.

Sin brindis

Sé la hora exacta.
El motor creciendo
entre el vacío de las calles y
algunos petardos ansiosos me hizo
desviar un ojo
un instante
de la trayectoria del pacman y buscar
el ángulo inferior derecho de la pantalla.
Son las 23:58 y pasa
un bondi por la puerta de casa.
El chofer y sus improbables pasajeros
comenzarán el año esperando
el verde en el semáforo de Sáenz.

Recuerdos de la fuck (Azulejos)

Este año pasé más de veinte veces por Marcelo T a la altura de las facultades. Casi todas esas veces pasé por el 2230, giré la cabeza hacia la derecha y noté la escasez de pancartas y carteles, que deja a la vista la palabra "intendencia" sobre la puerta del sucucho ese al que recurrí la mañana en que casi me desmayo y no me ofrecieron ni un vaso de agua. Tampoco me preguntaron qué me pasaba o, un rato más tarde, si ya me sentía mejor. Nada. Me podía haber sentado por mi cuenta en el pupitre donde me dijeron que me sentara antes de seguir con lo suyo. Me podría haber desmayado y nadie lo habría notado.
Pienso en ese momento, cuando, sin saberlo, se estaba rompiendo una parte de mi vida; en todo el tiempo y la energía al pedo que puse en ese lugar, en toda la gente de mierda que me crucé allí; pero no escupo, como sí lo hago al pasar por el colegio al que fui en mi niñez. Más que nada, para no correr el riesgo de que alguno de los homeless que viven en esa vereda lo tome como algo personal.
Quizá fue por la acumulación de esas dos docenas de veces, o, más probable, porque las veces que fui en diciembre tuve que cruzar la calle para evitar la vereda donde pegaba un sol picante. La cosa es que me pintó el recuerdo de aquella mañana calurosa en que, yendo por esa misma vereda, decidí comprar un agua mineral chiquita en un kiosco, lamentable gasto para alguien que ahorraba con fruición en busca de un departamento que nunca pudo comprar.
El kiosquero me dio una botella de la heladera, le pedí una natural –porque me gusta el agua natural, no fría–, y me dijo que hacía tanto calor que la natural estaba caliente. Y me llevé la fría. Crucé la calle, entré al edificio y fui al aula donde debía dar el final de Economía, al que me condenaron por haber abandonado la materia el cuatrimestre anterior. No tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas. Tres materias por cuatri más un laburo eran demasiado, y la humillación y el desprecio que me dispensó una compañera, Sabrina Abrán, hija de mil intestinos purulentos, a la hora de armar los grupos para un trabajo práctico fueron la puntilla que sentenció mi deserción.
Sacamos una hoja, que se impregnó con la mugre de los pupitres, como solía suceder. El pelado mala onda (ahí lo googleé, Daniel Sintás se llama) dictó las preguntas en su castellano enfrentado con la sintaxis, y era todo tan abstruso que debí consultarle si cierta pregunta se respondía con cierto texto. El tipo medio que me boludeó, diciéndome que era un conjunto, algo global, una cosa así. Logré aclararle que me refería a ese texto en cuanto eje de la respuesta, aunque tal vez hubiera convenido ejercitar la honestidad brutal y decirle que era obvio que cada pregunta correspondía a un texto y que las palabras que había dictado no conformaban un sentido. (No. No hubiera convenido: era su palabra contra la mía, y en casos así siempre pierdo).
Todos los docentes de Economía que padecí en ese lugar tenían notables problemas con la sintaxis. Pasaron muchos años, pero sucedió tantas veces que me llamó la atención, y ese recuerdo perdura hasta hoy. Onda que pueden explicar sin mayor drama cómo se calcula el beneficio marginal o el costo de oportunidad, pero la concordancia nominal parece resultarles inaprehensible.
Esa cátedra era especialmente una cagada, hostil y expulsora como todas, pero con un plus: el titular era directivo de la AFJP de Banco Nación y entonces usaba los teóricos para hacer publicidad del sistema privado de jubilaciones en general y de su AFJP en particular. Y los ayudantes bardeaban a los alumnos desde su módico olimpo diciendo "la nota es inmodificable" cuando les preguntabas si podías ver el examen. ¡Ey!, yo no te hablé de eso: te dije que quería ver el examen porque no solía sacarme cuatro o cinco, como subrepticiamente me pusieron ustedes.
Además, cada profesor hacía lo que quería en su práctico, los cuales no tenían casi relación con los teóricos, y, a fin de cuentas, era como cursar dos materias distintas. Es un poco desolador ver cómo uno quedaba tan a merced del azar, de que hubiera horarios compatibles con el trabajo, de las decisiones incomprensibles y anárquicas de cada cátedra, de algo tan decisivo para mí como era la existencia o no de trabajos grupales, de docentes que te ignoraban o te matoneaban, de unos contenidos deslavazados e inútiles, lo cual conformaba un deliberado conjunto de procedimientos desmoralizantes y, finalmente, expulsores, tendientes a reducir el alumnado a partir de la supervivencia del más apto, pero no el más apto académicamente, sino el más capaz de adaptarse a ese lugar de mugre, maltrato y militancia.
Y cuando, Google mediante, me entero de que el titular de la cátedra cambió, pero los tres encargados de los prácticos continúan en sus puestos quince años después, tengo muchas ganas de ir y manifestarles vivamente, con los puños sobre sus quijadas, lo que pienso de ellos, de su trato hacia nosotros y del clima de mierda que tenía su cátedra.
Porque, además de los docentes, había algunos alumnos del orto, como la mencionada soreta que me ninguneó de modo vil, dándome vuelta la cara y dejándome en banda, sin dirigirme la palabra, a la hora de armar un grupo para un práctico; la naba que, cuando el profesor nos informaba de las maravillas del sistema privado de jubilaciones, levantaba la mano y preguntaba cómo había que hacer para realizar aportes voluntarios, o la otra forra maleducada que una vez coincidió conmigo en la parada del bondi de vuelta y, cuando la reconocí de toque y quedé con la mirada expectante para hacer algún mínimo ademán de saludo, decidió ignorarme alevosamente.
Y otros, la gran mayoría, no tan chotos, apenas en el grado estándar de la invisibilización, entes circulando a una distancia irreductible que manifestaba lo indeseada que les resultaba cualquier intersección y a los que, seguro, nada de todo esto los afectaba; y otros más que transitaban ese lugar con una abulia que los llevaba a decir: "¿Nunca tuviste un aplazo?". No, flaco, nunca tuve un aplazo y no me levanto a las seis de la mañana para sacarme un cuatro. Y dos o tres con los que nos hablábamos no porque los sintiera especialmente afines, sino porque, como decía uno de ellos, "somos los únicos que nos damos bola"; tal vez el mismo que una vez me dijo: "Falté el lunes. Decime qué hicieron porque a mí nadie me habla".
Durante el examen me vinieron ganas de hacer pis, unas ganas intensas, no recuerdo si incontenibles o si solo desconcentrantes, pero definitivamente incómodas. Le pedí permiso al profesor para ir al baño, y el tipo puso tal cara de ojete que me hizo pensar en decirle "si querés meo acá; total, tengo la botellita". Supongo que pensó que me iba a copiar, que tenía un machete para leer en el baño, pero me dijo que sí, casi como por obligación. Hoy, lustros más tarde, puedo decirte que no, que no tenía ningún machete: que tenía ganas de mear y que no necesitaba machete. Pelado forro.
Corte que fui, meé, volví, terminé el examen con la certeza de haber aprobado… La escena siguiente me muestra fuera del aula, esperando. Creo que, a medida que terminábamos, nos hacían salir para esperar en el pasillo. Éramos unos pocos, una media docena, la escoria del curso, y la mayoría eran de esos a los que no viste casi nunca, contrariamente a mí, que trataba de ir a todas las clases. Eso me desalentaba mucho: si me rompo el orto y llego al mismo lugar al que llega otro que no viene nunca, ¿para qué mierda vengo?
Aparecieron otros tipos de la cátedra, más encumbrados que el dolape, entraron de una al aula y cerraron la puerta, como si su deliberación fuese cuestión de Estado. Antes de que salieran y nos informaran los resultados de su cónclave, vimos pasar a una chica, escaleras abajo, llorando. No supimos si la habían bochado o si, digamos, se había peleado con el novio; pero claramente no se trataba de un presagio alentador.
Finalmente, aprobé con seis, la nota más alta de esa mañana. Apuesto a que habían tomado la decisión de que nadie del final aprobara con más de seis para que no tuviera una nota igual o superior a la de aquellos que habían promocionado. Otro de los que iba seguido aprobó con cinco. Pese a eso, se recibió, prontamente fue docente auxiliar ad honórem, becario de Conicet y participante en diversos congresos.
Mientras esperábamos, noté, con la sorpresa que me sobreviene cuando encuentro en cualquier lado un objeto igual a uno que tengo o tuve –como el frasco donde una de mis dentistas guarda cosas de su consultorio y acá usábamos para guardar el paquete de harina–, que los azulejos del pasillo eran exactamente iguales a los de la cocina de casa: amarillos, cuadrados, de quince por quince…
Casualidades que suceden a veces, por algún motivo se habían roto dos azulejos de la cocina. Y yo me encontraba con estos, semidespegados de la pared, sujetos por cinta de embalar transparente, sin tener que ir a un corralón de materiales o a los negocios de la avenida Alberdi. No sé cuánto los miré, no sé si procedí de una o si fui madurando la decisión mientras trataba de sociabilizar con mis compañeros y prometía que "si apruebo, invito cerveza para todos". Supongo que lo habré referido de algún modo, casi como para preparar el terreno.
La cosa es que en un momento procedí: sin preocuparme por las miradas ajenas, despegué dos azulejos de la cinta –no recuerdo si tuve que hacer algo de fuerza para despegarlos de la pared o si el Klaukol ya había claudicado– y los guardé en la bolsa gris de Musimundo donde tenía el cuaderno, la birome, los resúmenes, la botella de agua y tal vez alguna fruta para comer.
Aún hoy están en la cocina de casa, en la columna que sobresale alrededor del caño de bajada. Es lo más importante que me dio la fuckultad en mi paso por sus aulas.

viernes, 17 de marzo de 2017

El verano termina

Cuando sacás la campera del placar.
Cuando guardás el ventilador en el placar.
Cuando sacás la frazada del placar.
Cuando se terminan los jueves de Dancing en el Konex (uh, este año hubo solo unos pocos jueves y no fui a ninguno). (Uh, este año, otra vez, no tuve con quién ir a ver a Dancing un jueves).
Cuando la vereda del sol no invita a sacarse la remera mientras caminás por ella.
Cuando las chicas dejan de usar havaianas (y se suma otro verano en el que no me cogí a una chica que use havaianas).
Cuando sacás el mosquitero de la ventana para poder cerrarla porque está fresco para dormir con la ventana abierta.
Cuando brilla por su ausencia el sonido (¿canto?) del colibrí en el jardín.
Cuando el vecino se levanta y, como siempre, hace ruido y me despierta, y al despertarme apenas se ve un atisbo de crepúsculo entrando por las rendijas de la persiana.
Cuando te volvés a acordar de aquella canción de los Doors.
Cuando ya no huele a durazno una ráfaga de la corriente de aire en la verdulería.
Cuando es 20 de marzo. Cuando anochece un 20 de marzo y se forman nubes negras sobre el descampado que cruza el 341 y se levanta viento, anticipando una tormenta que, sin embargo, pasará sin agua, pero bajando la temperatura. (Cuando te bajás del colectivo y tenés que correr porque hace frío).
Cuando te das cuenta de que te subiste al bondi de día y llegás de noche.
Cuando cierra la heladería. No, ese no es el fin del verano: ese es el fin del año.