domingo, 24 de abril de 2022

Las doctoras siete minutos

Después de quince años visito a una médica en contexto de cobertura prepaga (que me prepagan, porque no tengo ingresos). Me recibe detrás de su máscara y su barbijo, y luego del ida y vuelta de saludos dispara un “¿qué te pasa?” (sic). Le digo que hace tanto que no me hago un chequeo, y me manda un hemograma. No un análisis de orina (tampoco una radiografía de tórax). Como en ese lugar todo es muy moderno y digitalizado, la orden no va en papel, sino que es virtual. Pero anotaron mal mi correo electrónico y aún no me habilitan el acceso a la página web. Entonces, sin soporte virtual ni tampoco físico donde fijarme, lo di por descontado, y fui con el frasquito lleno del primer meo matinal, para que al llegar me dijeran “no te pidió análisis de orina, tiralo en el tacho”.
Eso sí, insiste con el análisis de HIV y de hepatitis, y suelta un “ajá” de entonación planísima cuando le digo que lo ponga si quiere, pero que sé el resultado; y lo repite cuando hablo de más y menciono la situación de riesgo de hace unos años, en la que me hice esos análisis y me dieron esa vacuna.
Lo que me convoca, además, y sobre todo, es la búsqueda de una derivación para neurología por el asuntito este que me llena las extremidades de sensaciones raras, dolores, calambres y demás. Se orienta a una anamnesis psicologicista cuando le digo que me duele la gamba como si me tiraran ácido (bue, ácido nunca me tiraron, no sé cómo es; bue, no le dije eso porque la comparación se me ocurrió tiempo después): “¿De ánimo cómo estuviste?, ¿con quién vivís?, ¿estás en pareja, tenés hijos, trabajo?, ¿tenés amigos?, ¿y ahora en cuarentena estás haciendo algo?, ¿algo que te interese?, ¿estuviste muy angustiado?”…
Me pregunta si tuve fiebre o pérdida de gusto y/u olfato, y mi respuesta negativa es más tajante de lo que debería haber sido. Me revisa un poco, me toma la presión, me escucha el corazón; luego me hace extender los brazos, tocar la punta de la nariz con los ojos cerrados, cosas así. Pero, comprensiblemente, elige postergar la derivación para cuando tengamos los resultados de los análisis.
Sobre el final de la consulta logré mencionar mis posibles hipoglucemias que, lo sean o no, me obligan a andar por la vida pendiente de cuánto como y con una bolsa de pasas de uva en el bolsillo y el radar activado para saber dónde hay un kiosco cerca por si las pasas no alcanzan para mantenerme en condiciones. Lo único que dijo sobre el tema es: “Te pido análisis de sangre completo, si algo viniera raro por ahí hay que repetir algo, pero, bueno, no creo”, y dio por terminada la consulta a los exactos veinte minutos.
No hay tiempo ni respuesta pronta en mi memoria para decirle que me hice análisis de todos los colores, incluyendo esos que consistían en seis extracciones en tres horas, y nunca mostraron nada “raro”. Veintiún años así, y otr@ médic@ que no lo va a cambiar.
(No hay forma de saber en el momento que tan “completo” no es porque no incluyó análisis de vitamina D, al cual mencioné explícitamente diciendo que había hablado con una médica amiga de mi madre y lo había recomendado).
Quince días más tarde la veo con los resultados. Los anticuerpos de hepatitis B son lo único que le llaman la atención y lo menciona en voz alta, como buscando ratificar lo que le dije la vez pasada: que me dieron esa vacuna. Se preocupa por eso, pero no por los 102 de glucemia que le encendieron una luz amarilla a la amiga de mi madre cuando le mostré los resultados. Más aún: dice que están perfectos. Nadie menciona de nuevo el asunto hipoglucemias, yo le tiro un “viste que tenía razón sobre el HIV”, tratando de decirle que conozco mi cuerpo y que por eso me preocupa lo que me está pasando.
El resto de los nueve minutos y medio lo ocupa un interrogatorio sobre mis cuestiones en las extremidades, que no sé si atribuirlo a una gran torpeza de mi parte para hacerme entender o una vocación policial de su lado. En algún momento, tratando de no mostrarme alarmista, le digo que tal vez no sean más que varias cosas sueltas, pero que todas juntas me llaman la atención.
Igual, me voy con lo que quería: la derivación –porque ahí todo funciona con derivación del clínico– y su mención explícita de un electromiograma, que es lo que me había indicado la médica del Álvarez, lugar en el que fue imposible hacerlo, tanto como en todos los otros hospitales públicos donde consulté.
Consigo el turno, es dentro de seis días, ¡bien! La sala de espera es enorme y está atiborrada. Por suerte puedo sentarme, ya que tengo un cansancio llamativo y el aductor derecho como trapo de piso, agujereado y chorreando mala química. O la mala química viene de otro lado y se aglutina ahí, y luego viaja al resto del cuerpo, no sé.
Diez minutos después de la hora convenida me llama. Creo que abundo en datos hasta ser contraproducente. Quizá aquella frase de la neuróloga del Álvarez, “estemos atentos”, y mi forma de llevarla a cabo, anotando cada síntoma raro que tuve día por día, no haya sido lo mejor. Igual, abandoné a las dos semanas porque me alienaba… Cada tanto volvía al papel y trataba de retomar el método, pero siempre terminaba resultándome imposible sostenerlo.
Nos perdemos en cuestiones semánticas sobre qué es contractura y qué es calambre –diferencia que ya había mencionado la clínica–, y en menos de tres minutos prefiere dejar de escucharme y pasar a la observación, consistente en diversas pruebas de fuerza y coordinación, que duran menos de dos minutos, tras los cuales dice que está todo normal.
Si yo no hablaba más, la consulta terminaba ahí, pero le comento que siento que debería haberle opuesto más resistencia. Me dice que me quede tranqui, que la fuerza está bien, a diferencia de la otra neuróloga, que, luego de unas pruebas similares, dijo notar menos fuerza en mi brazo derecho (justo en el derecho que, no sé por qué (?), es el que más desarrollado de los dos tengo) y mandó a hacer el EMG. Aunque nunca sabré si fue por eso o porque vio en vivo y en directo el temblor localizado (digo yo, evitando la f-word) cerca de mi rodilla.
Menciona, como si pensara que tiene alguna relación, que hay gente que por la cuarentena dejó de hacer actividad física o subió de peso. Lo de subir de peso me cabe; lo otro no, y se lo dije. De todos modos, subir de peso no tiene nada que ver con despertarte con un dolor como si te estuvieran apuñalando el muslo. Repite que encuentra todo normal y propone un nuevo encuentro, en un mes, para un control, “a ver qué pasa”, y me despide cuando estamos llegando a los ocho minutos de consulta, menos de la mitad del tiempo que me dedicó su colega del hospital público.
Del electromiograma, ni noticias. Entonces me pongo nuevamente en campaña para hacerlo por mi cuenta. No como antes, rehén de la salud pública y sus empleados, sino en un consultorio médico para pobres. Hay que pagar en un lugar un viernes e ir a otro lugar el lunes a hacerlo. Y el resultado se busca en un tercer lugar. El extranjero a cargo de la picana se ortiba cuando le pregunto si podemos suspender un minuto porque tengo ganas de hacer pis o se enoja por mi reflejo de sacar la pierna cuando me da electricidad; pero ese sería otro post.
Lo importante es que da bien, y qué bueno que tengo esas palabras escritas en el informe cada una de las veces que se repiten los dolores, los temblores localizados o los calambres, como esa tarde que volvía de ver a la banda que tocaba en el parque y de la nada se me acalambró el anterior izquierdo en el medio de Díaz Vélez y llegué rengueando a la otra vereda.
Pasa el mes, y tengo que esperar casi media hora para que la neuróloga me atienda menos de siete minutos, para que me pregunte cómo estoy (un poco mejor), para que repita las pruebas de fuerza y coordinación, para que lo más relevante sea el tono con que dice “perfecto” cuando las realizo, intraducible como todo tono, pero interpretable primero como ratificación de lo bueno, y después, al reiterarlo, como filtrando cierta incredulidad sobre mi presencia allí, una forma de decir sin decir “¿qué hacés acá si no tenés nada?”. Al final, como una concesión a mi presunta hipocondría o como parte del protocolo, me dice que nos veamos en dos meses.
Llega la fecha y otra vez el tiempo de espera es superior al de la consulta: quince minutos por menos de diez. De nuevo me pregunta cómo estoy (algunas cosas mermaron o desaparecieron, otras continúan, hay alguna nueva), pero esta vez no hay pruebas de fuerza y coordinación, ni siquiera cuando le digo que un par de días antes fui a la posta aeróbica de la plaza a hacer dominadas y cuando quise hacer las abiertas no podía despegar del piso ni con el saltito inicial.
Yo venía diciendo que “sea lo que sea, hasta ahora esto no me impide hacer nada”, y ese viernes me lo impidió. Dos veces. A la mañana y esa misma tarde, cuando volví a intentarlo. Ella otra vez lo atribuye a falta de entrenamiento, pese a que claramente le dije que hacía actividad física aun durante el tiempo en que el gobierno de los infectólogos la prohibía. Y pese a que conozco mi cuerpo y nunca tuve este tipo de dolores y malestares, ni por falta de entrenamiento ni por exceso de entrenamiento.
Repasa un poco lo que le dije, dice que estoy mejor, que muchos síntomas desaparecieron. Ahí me pregunta cuándo empecé con esto, y trata de asociar la fecha con mi ingreso al plan de salud. Agrega que “tenés tu clínica de cabecera”, y, como siempre, mi necesidad de demostrar no sé qué mierda me hace hablar por los demás y le digo “querés que vuelva con ella”. Me responde que sí, que por ahora sí, ya que los síntomas son muy inespecíficos, no una enfermedad neurológica.
Le digo, casi como justificándome, que llegado el caso se vive con esos dolores, aunque son incómodos, pero que también está la cabeza, que va rápido y se pregunta si no será el comienzo de algo. Contesta que “no, no es el comienzo de nada, de ninguna enfermedad, de nada”, y desde el tono de ese primer “no” suena terminante.
Agrego que también afecta mi relación con los demás, que me dicen “otra vez con esos dolores, hacé algo”, y lo que me sugiere es que no les diga nada (!). La cita no es textual, pero encaja con lo que pude replicar: que, aunque no diga nada, me ven con gesto de dolor o de preocupación. Sigue scrolleando la historia clínica en la pantalla, y, sin volver a mis palabras, de golpe –como si la otra médica hubiese escrito algo sobre el EMG y ella acabara de encontrarlo–, dice que lo que podemos hacer es pedir un electromiograma.
Me advierte que es “un poco molesto, te pinchan y te hacen un estímulo eléctrico”, y elijo no decirle que ya me hice uno y que el doctor Google me contó que hay que esperar dos meses desde que comienzan los síntomas para que se vea algo anómalo en el estudio. En mi caso, pasaron dos meses y diez días desde el primer síntoma hasta el primer EMG, pero, más que las fechas, me intranquiliza que algo funciona mal. O, en todo caso, que algo se siente mal. Que lo siento mal. Que me siento mal.
Agrego, como para congraciarme, “si da bien, vuelvo con la médica y le digo ‘¿qué hacemos con estos dolores?’”. Asiente, y dice que le avise por la mensajería del portal cuando tenga el resultado. Dale, buenísimo, quedamos así.
Pienso en que ojalá tenga razón, pero las boludeces que dijo socavan cualquier confianza que pudiera haber construido en estos tres breves encuentros y dejan sus palabras cerca del pantano de la falacia de autoridad.
Como mi cuerpo suele cagarse de risa de mí, después de decirle que ya no tenía más esos temblores localizados, estuve días con un temblor persistente cerca del glúteo derecho, del cual ella no se enteró. Tampoco se enteró de todas las cosas que no le dije, porque pude haberla abrumado con referencias a síntomas inconexos, pero ni por asomo fueron todas las cosas raras que me pasaban en ese tiempo.
Pido el turno para el EMG, me dan para dentro de cuarenta y un días. Me pregunto, sin respuesta, si tanta gente se hace electromiogramas o si el prepago este es una cagada. El tiempo, como siempre, pasa, y llega el día, que me encuentra con un poco más de tranquilidad que la primera vez. La imbécil que me pincha está para hacer una sola cosa, pinchar, y lo hace mal: o muy profundo o en el lugar equivocado, y hasta el día siguiente no podré pisar con la pierna derecha. Ni quiero imaginar cómo sería si tuviera que clavarme esa aguja en la lengua.
En un par de días tengo el resultado. Normal, según descifro de las palabras rebuscadas del informe y, antes, de la naturalidad con que se manejó la médica al ver la onda en la pantalla. Como habíamos quedado, le escribo a la neuróloga para contarle. Ella tarda un mes en contestar. Esta vez se convierte en la doctora Siete Palabras, y toda su respuesta es: “Hola! Si, el estudio es normal. Saludos!”.
Postergo la visita a la clínica por el invierno, por la segunda ola, porque no empeoran los síntomas –más bien, pierden intensidad–, porque tuve una infección respiratoria, porque paja, porque quiero ir con poca ropa, a ver si es más fácil que me mire cuando le diga que a veces flasheo que tengo menos masa muscular en los muslos… Hasta que calambres y pinchazos varios o la sensación de que se me afloja la pierna mientras corro y el consiguiente miedo de caerme hacen que pida turno. A ver qué hacemos con estos dolores.
Finalmente, un año después de nuestro último encuentro, voy para consultar por dos cosas y pedir dos derivaciones, que deberían ser apenas dos clics en la computadora. Como el día antes tuve un incidente con una ventana, que requirió sutura en el hospital público de acá cerca, también le pregunto a dónde tengo que ir para que me saquen los puntos y cuándo.
Me mira la herida y me dice que no le gusta, que vaya a la guardia (al día siguiente voy a la guardia y me dicen que está perfecta). Ahí vuelve su lado policíaco y me pregunta cómo me lastimé. Mi respuesta es deliberadamente vaga y la mina insiste, quiere saber si le pegué una piña a la ventana o no. “Calculé mal el movimiento”, digo sin mentir y sin explicitar lo que sospecha.
Me revisa por las apneas nocturnas, flashea cosas cardíacas, propone una polisomnografía, pero para hacer eso hay que pasar la noche en el hospital, y no, gracias. No propone una endoscopía, que presumía razonable, aunque para ello tengan que dormirme, y, de nuevo, no, gracias. Sin que se lo pida, encara la orden para un nuevo chequeo y otra vez me pregunta si pone el análisis de HIV. Dudo, pienso que no vale la pena, pero me acuerdo de un garche sin forro en el verano y le digo que sí, que lo incluya, porque tuve “un desliz”.
Me contesta algo que no tengo ganas de volver a escuchar –tal vez más adelante lo haga y edite esta parte–, tipo que no hay tener esos deslices. Más que las palabras, es de nuevo, el tono agreta lo que resalta. Le digo que mi cuerpo no responde como antes, y se pone definitivamente desagradable, corriéndome con el versito prefabricado de que usar forro no afecta el rendimiento. No pude decirle que está hablando de cosas que suceden en lugares donde nunca estuvo y que, por lo tanto, no sabe cómo funcionan. No sé qué alcancé a decirle.
Quiero empezar a hablar de lo más importante para mí, pero me frena y dice “vamos a fraccionar la consulta”. Me deja sin reacción porque la única reacción posible es mandarla a la mierda y no pagar más.
Parte de este post estaba fundado en lo poco que me había atendido. Sin embargo, me fijo y descubro que, tras veinte minutos de espera, hubo veinte minutos de atención. La sensación es que fueron muchos menos. No sé cuánto tiempo perdió interrogándome sobre la herida, bajando línea sobre cómo coger o haciendo las derivaciones, lo cual le costó más que dos clics. O en todo caso, le costó encontrar dónde cliquear.
Cuando le hablé de ver a una nutricionista por mi sobrepeso post-cuarentena, no me pesó. Tampoco me preguntó cuánto peso ni cuánto pesaba. Lo único que tuvo para decir es que “hay que comer menos y hacer actividad física, no hay magia”, pero al final me hizo la derivación.
“Comer menos” pone la pelota de mi lado, del lado de mi conciencia y mi voluntad, callando toda referencia a la otra variable, la de mi cuerpo y cómo procesa lo que como. Seis meses después puedo darme cuenta, y entonces tengo que venir y editar esta parte. Qué forra que sos, Dr4. Dr1m3r.
La nutri tiene sobrepeso, me trata de usted y me recibe con saludo de puñito y un “¿cómo estamos?”. Me dice que vio la historia clínica, donde quedó registrado mi posible reflujo gástrico, y abre el juego por ese lado. Le cuento un toque, y empiezan las preguntas: si hago actividad física, mi peso habitual (ahí abundo en números y, como siempre, mi afán de dar la mayor cantidad posible de información quizá sea negativo), si tengo alergia a algún alimento. Le digo que no y que no como carne, pregunta si huevo o leche sí, “leche no, huevo a veces”, y agrego que si pudiera elegiría el veganismo, pero que el cuerpo no me deja. Dice que sí o sí hay que tomar vitamina b12 si uno es veggie, pero no hace la orden (?), y habla de pedir análisis, que ya están pedidos y hechos, y con el resultado en la historia clínica (??). No me pregunta si tomo agua o gaseosa.
Van tres minutos y me dice que me saque las zapatillas para pesarme, bromeo con que sé cuánto pesan, le digo que corro menos que antes, o, mejor dicho, lo mismo pero teniendo que parar más veces a recuperar. Entonces dice lo más interesante: me pregunta si tuve covid. “Que yo sepa no”, respondo, y menciono algún día de fiebre leve el año pasado. Ella lo deja ahí. No me pregunta si me “hisopé”, y así no pude decirle que no estaba en mis planes hacerlo porque significaba la privación de la libertad a manos del gobierno porteño. Pero me queda rebotando si eso no podría explicar también el “asunto extremidades”.
Cincuenta segundos después termino de pesarme, y me dice que la espere mientras va a buscar algo que hizo “imprimir para mí”. Tras dos minutos y medio vuelve con papeles que incluyen recomendaciones y “un plan alimentario para guiarte”. En el momento outro de la consulta, encuentro las palabras para filtrar una referencia a mis bajones de azúcar, ya que eso también hace que coma más de lo que querría. “Bueno, pero podés comer fruta”, responde. Agrego que voy por la vida con una bolsa de pasas de uva, y ella retoma el speech prefabricado: me pregunta cuánto mido, me deriva a la especialista en veggies y chau, que la pases bien. Veintidós años así, y otr@ médic@ que no lo va a cambiar.
En la despedida no ofrece el puñito, yo sí, y ese es otro momento de desencuentro. Igual, ella no es la doctora siete minutos, fue la licenciada ocho minutos. Diez minutos de espera, por ocho de atención, cinco y medio netos.
Vuelvo con la clínica una vez más, para hablar de lo que había quedado pendiente cuando decidió dejarme con la palabra en la boca y la preocupación en el cuerpo. Espero veintiséis minutos para que me atienda ocho. Si llegás quince minutos tarde, no te atienden, pero ellos se demoran casi media hora y es todo pelota. Irse implica un mes para conseguir otro turno en el mejor de los casos (o tres meses, en un par de casos).
Me pregunta cómo sigo con las apneas, le digo que un poco mejor, atribuyéndoselo a la medicación más de lo que realmente creo. Sugiere hacer la endoscopía de la que no había hablado la otra vez, y, aprovechando que me van a dormir, también una colonoscopía, para control, por la edad (?). Con un “vemos cómo sigo con el omeprazol” trato de patearlo para adelante porque no tengo ganas de que me duerman. Insiste con el tema, me pregunta si pude dejar de dormir sentadx, le digo que tanto no, pero que también puede ser por todo lo que me cuesta dormir, los tapones en los oídos, etc.
Antes de que pase el tiempo, logro hablar de mis piernas. Le digo que a veces flasheo que tengo menos masa muscular, sobre todo en los muslos, y no se levanta de su silla para mirar. Hicimos el EMG, dio bien, ya fue. Lo limita al asunto calambres, en parte porque el ejemplo que puse es el del día de las elecciones, cuando volvía de votar y de la nada se me endureció el anterior en la calle (aunque también hablé del día que corría por ahí cerca y tuve un pinchazo que me estremeció la pierna y me dio miedo de caerme).
Resuelve todo con una receta de Total Magnesiano y listo. Cuando la consulta ya está muerta, después del “bueno” que preludia la despedida explícita, recuerdo preguntarle, aunque sea retóricamente, por el resultado de los análisis, porque si no ni los menciona: “¿Los análisis dieron bien, no?”. “Sí, dieron bien”, es todo lo que responde, pese a los 243 de colesterol. Y entonces sí, chau.
(Tiempo después leeré el prospecto del Total Magnesiano y resulta que es para el magnesio en sangre, algo que no me pidió en los análisis. ¡Qué ganas de hacerme gastar plata al pedo!).
Gasté la ficha con la neuróloga y no puedo volver porque me va a sacar cagando, aparte de que tendría que pasar el filtro de esta boluda, que, como no puede sacarme cagando, me forrea así. Ojalá no tenga que poner sus nombres acá. Mientras no me caiga en la calle (ni en ningún lado) y pueda hacer trompita y abrir cajones con el dedo meñique, vamos para adelante, aunque la pierna ¿flaca? en la zona del aductor vuelva a convertirme los pelos del culo en un pararrayos de dudas. Y si en algún momento eso cambia, quizá sea al pedo ir al médico.

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